Por
fin sale el sol. No dormí bien. Me siento nervioso, con temor. A las ocho tengo que atestiguar, en un juicio
por lavado de dinero, en la Torre de Tribunales.
El
taxi nos dejó cerca de la entrada, me acompaña Ubaldo, la persona que me ha
estado asesorando para dar mi declaración. Creo que este Ubaldo erró la
profesión, parece coach de equipo deportivo, no para de animarme, de decir
que sí puedo lograrlo. Me muerdo lo labios, quisiera aclararle que me está alterando los nervios.
El
abogado no ha llegado y no contesta el teléfono. Falta más de una hora para la
audiencia. Le digo a Ubaldo que vayamos a tomar un café. Creo que escogimos mal
el lugar. Es pequeño, con mesas y sillas de pino rústico. Se nos acerca una
niña que apenas llegará a los quince años y con, por lo menos, siete meses de
embarazo. Nos dice que hay huevos revueltos y a la ranchera, con frijoles y
plátanos. Le decimos que solo queremos café (por no decir que queremos salir
corriendo). Al lado nuestro, unos guardias de presidios comen en silencio, sus
armas están recostadas contra la pared. Hago unos rápidos cálculos y concluyo
que, si nos agarra un temblor de seis grados, terminaré con un par de láminas
sobre la cabeza y un par de tiros en las piernas.
Pagamos
y nos dirigimos a la garita de entrada. No permiten que Ubaldo ingrese la
computadora. El taxista se ha marchado, tenemos que llamarlo para que vuelva
y nos la guarde. No hay problema, es alguien conocido.
El
abogado nos envió un mensaje por whatsapp para que nos juntemos en el décimo
nivel. Quisiera largarme, siento que me está utilizando, que no tiene otra cosa
que exponer como prueba. Decidí que me limitaré a decir los hechos que están en
el informe, que se emitieron cheques a nombre de los acusados y que los
acusados no eran ni empleados, ni proveedores de la empresa. Será problema de los
abogados si logran usar eso para su caso.
Tomar los ascensores es un suplicio. Hicimos cola más de quince minutos. Por fin
logramos subirnos a uno. Pobres las mujeres que pasan por esto a diario. Veo
cómo los hombres las arrinconan contra las paredes del ascensor con total
descaro.
En
el décimo nos dicen que la audiencia será en el séptimo, pero que debo dejarles
mi DPI. También nos dicen que nos apuremos, porque la audiencia está por
comenzar. Preferimos bajar las gradas.
La
audiencia no ha comenzado. Tenemos que esperar en el corredor. Me presentan al
representante de la empresa que entabló el juicio. El tipo me cae mal desde el
inicio, es lo que llamamos acá un “come-mierda”. Le pregunto cuál es su
expectativa de eso y me dice que no les interesa recuperar el dinero, que el
director financiero de la empresa quiere que manden a los acusados a prisión.
Recuerdo que en nuestro informe, era obvia la negligencia de la empresa al no contar
con controles suficientes y que eso permitió el fraude. Ahora resulta que ese
director financiero, el responsable de no haber controlado nada, evadirá su
responsabilidad a cambio de enviar a la cárcel a este par de acusados, cuyo
pecado fue haber servido de instrumentos para el robo del dinero. El que aprovechó los frutos del desfalco, el
contador que libremente sacaba dinero de la empresa, sin que nadie se diera
cuenta, sigue prófugo. No estará en el banquillo de los acusados.
En
las bancas de al lado están los dos detenidos. Siento tristeza por el señor,
casi un anciano, al que acusan de haber lavado casi un millón. Se dedicaba a
taxista, su pecado fue, que el dinero pasó por su cuenta bancaria. Es obvio que
lo utilizaron. Una mujer, llorando, toma sus manos engrilletadas. Le llevó un
termo con café. Siento congoja al ver sus caras de preocupación, el abandono en
que se encuentran. Me pregunto si seré parte del sistema que lo enviará, a
prisión, por lo menos diez años.
Pasan
los tres jueces, luego nos ordenan ingresar. El sitio es como se ve en las películas.
Los jueces, con sus togas negro zopilote, en un área más elevada. Abajo, al
lado, la secretaria que está tomando notas. Me asombra cómo esa mujer, que al
menos tendrá cuarenta años y con el pelo teñido de pelirrojo, logró meterse en
ese vestido verde tan ajustado. Pero me asombra más, que no se haya
visto en un espejo. Su aspecto es patético. La tela resalta sus lonjas. Enfrente
de los jueces el sitio de los testigos. A la derecha los abogados de la
fiscalía y de la acusación. Al otro lado, los acusados con sus abogados.
Al
viejo taxista lo asiste un abogado de la defensa pública. Cuando se identifica,
indica que lo nombraron hoy, hace dos horas, para atender el caso. ¿Qué podrá
haber hecho, ese jovencito con cara de recién graduado, para en dos horas, leer
un expediente de más de mil quinientas hojas? Ni siquiera lo vi hablando con el
anciano cuando esperábamos afuera. Esta situación es más patética que la del
vestido verde.
Piden
a los testigos que nos retiremos mientras la acusación y la defensa presentan sus
argumentos. Tres personas salimos, dos testigos de la señora que también está acusada
y yo. Ellos ignoran quién soy, les cuento mi papel y en un arranque de
sinceridad, les digo que me disculpen, que yo solo informaré lo que
encontramos, que no estoy señalando a nadie de ningún ilícito. Ellos me cuentan
su versión. Percibo que dicen la verdad. Me conmueve escuchar al esposo,
diciéndo que él debería ser el acusado, que él sin querer, la involucró. También
me afecta escuchar cómo la fueron a capturar a su casa cuando estaba embarazada
y que estuvo a punto de perder a su bebé. Me siento desesperado, quisiera salir
corriendo, no me gusta ser parte de esto.
Me
han llamado a atestiguar. Intento controlar mis nervios (es primera vez que me
toca hacer esto), me entrenaron por más de veinte horas, no puedo fallar. Estoy
viviendo un conflicto interior, no estoy de acuerdo con estar acá, con que me
usen para condenar a este par de personas. Le pido a Dios que me ilumine para
decir las palabras justas, que pueda enfocarme en los hechos de nuestro informe
sin emitir juicios.
Terminé
de atestiguar, estuve adentro casi dos horas, Salí con la camisa empapada de sudor y con mi DPI.
Creo que lo pude haber hecho mejor. Al principio me enredé, menos mal el juez
fue benevolente y me permitió rectificar. La parte que mejor manejé, fue cuando mostré la evidencia. El abogado defensor de la señora hizo
preguntas enfocadas a desligar a su clienta, detecté su estrategia y, por qué
no decirlo, la apoye de manera solapada. El abogadillo del anciano taxista hizo
un intento heroico para desvirtuar mi testimonio. Fue un momento difícil,
detecté la treta y no me dejé enredar. El insistía en repetir la pregunta y yo
contestaba lo mismo. Cuando el abogado recurrió al juez para decirle que me obligara a contestar. El juez lo ubicó y
le dijo que, a su criterio, yo había contestado. Otra vez el juez fue
benevolente conmigo, creo que trasmití una imagen profesional, que inspiré
confianza. ¡Algunas veces importan tanto las apariencias!
La
audiencia terminó. Ubaldo, que se quedó perdido entre el público, salió y dijo
que lo hice bien, que la sentencia fue condenatoria. Las palmadas que me da en la espalda, los siento como azotes. No me gusta el lugar, no
me gusta cómo se manejan allí las cosas, no me gusta que no todos tengan la
misma oportunidad de defenderse y que la justicia se inclina por el más fuerte.
Llegué
a casa agotado. Fue mucho el esfuerzo físico, pero fue más el emocional. Necesitaba
un trago, la verdad… fue más de uno. Casi me acabé la botella de etiqueta
negra. Sé que así no arreglé nada, pero quise adormecer mi conciencia para que
no me atormenten las pesadillas de ver, a aquel anciano taxista, pasando sus
últimos días detrás de las rejas.
Terrible experiencia y una dura realidad diaria.
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