Me
estaba aburriendo de lo lindo en el acto de clausura de mi hijo, hasta que divisé
a Elizabeth. Ignoraba que ella tuviera un niño en el colegio aunque debí
suponerlo, ambos nos graduamos allí. Sin
poder evitarlo recordé aquellos añorados tiempos cuando ella era la diosa de la
clase, la chica que protagonizó nuestros primeros sueños húmedos. Mi corazón
latió con fuerza al observar cómo el paso de los años había acentuado sus
encantos. Con un sobresalto observé que se acercaba y sin importarle la
presencia de mi esposa, se apretó contra mí y depositó un cálido beso en mi
mejilla.
―Eduardo,
que gusto verte. ―Dijo con un insinuante susurro.
Sonrojado,
le respondí tartamudeando.
―Hola
Liz, el gusto es mío. Te presento a mi esposa.
Un
tenso escalofrío me recorrió cuando Susana la saludó.
―Mucho
gusto señora de…
―Encantada.
Para su información no soy de nadie. En el mundo solo existe un hombre del que
me hubiera gustado ser.
¡Mierda!
Dije para mis adentros. Hubiera querido abrir un hoyo en la tierra y
desaparecer allí.
―Amor
―dijo Susana.
―Guayito
está a punto de salir a escena y estamos muy lejos para tomarle fotos. Ven, vamos
al frente.
Al
alejarnos sentí el garfio de Susana destrozándome la piel. Nos detuvimos a un costado
del escenario, un área que nadie ocupaba pues no había árboles que protegieran
del sol.
El
tono de voz de mi mujer presagiaba una tormenta.
―
¿Quién es esa perra? ¿De dónde la conoces?
―
¿Cuál perra amor?
―Mira
Eduardo, no te hagas el chistosito o te armo una escena. Bien sabes de quién
estoy hablando.
―
¡Ah! Te referías a Liz, quiero decir Elizabeth. Fuimos compañeros de promoción.
―
¿Y qué hay entre ustedes?
―
Nada. ¿Por qué siempre piensas que tengo algo que ver con las mujeres que me
saludan?
―
Porque eres un puto. Ya te advertí, si te llego a agarrar con otra, te mando a
cortar los huevos ¡cabrón!
Dirigí
los ojos al cielo y abrí los brazos mostrando mis manos abiertas.
―Ese
silencio lo dice todo. ¿Verdad que te has estado viendo con esa puta y
fingieron para tomarme el pelo? Ahora entiendo ese cuento tuyo del taller de
redacción de los jueves. Al inicio dijiste que terminaba a las ocho, pero las
últimas semanas has estado llegando pasada la medianoche. Ya me colmaste la
paciencia. Cuídate. Si te dejo, te quedarás sin un centavo y jamás volverás a
ver a Guayito.
Sentía
los ojos de los asistentes clavados en mí, tenía el traje empapado de sudor.
―Amor,
¿podemos discutir esto en la casa? La gente nos está observando.
―
¡Me importa un comino! Merecido lo tienes.
Me avergüenzas con cualquier mujerzuela y ni siquiera tienes la hombría de
reconocerlo.
―
¡Suzy! Te juro que no estoy enredado con nadie. El taller me sirve de terapia
para aliviar las tensiones. A veces acompaño a los muchachos a cenar…
A
Dios gracias, siempre he tenido buenos reflejos. Un quiebre de cintura me
permitió esquivar su bolso en pleno vuelo. Ella se aproximaba con la muerte
reflejada en su mirada, mis pies no obedecían la orden de huir…
Una
salva de aplausos desvió nuestra atención. Dirigimos la vista hacia el
escenario, justo en el momento que Guayito y sus compañeros, hacían la
reverencia de despedida.
―Imbécil.
Por culpa de tus devaneos me perdí la actuación de mi muchachito. ¡Mi vida
contigo es un martirio! ¡Soy tan infeliz!
La
abracé sin decir nada. Ella siguió con sus lamentaciones.
―Te
he dedicado mis mejores años, he sido fiel, te amo como nadie lo hará y mira cómo
me pagas.
En
ese momento sentí el impacto de otra mirada. Dirigí mis ojos hacia el lugar de
dónde venía y divisé la silueta de Elizabeth, alejándose con ese contoneo que
nos enloquecía en aquellos tiempos de hormonas alborotadas.
*
* * * *
Al
día siguiente la cocina estaba saturada por un delicioso aroma a tostadas y
café, Susana, luciendo un demacrado semblante, me recibió con un tono
conciliador:
―Perdóname
por lo que pasó ayer. Imagino que sabes a qué se debía. Ya me vino.
Hice
grandes esfuerzos para disimular una sonrisa. Tras quince años de casado, tengo
cronometrados nuestros días de suplicio mensuales.
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