La
puerta lanzó un agudo rechinido al abrirse. Algo normal cuando no se visita a
menudo un lugar. Él encendió una luz, tan débil, que apenas disipaba las
tinieblas y recorrió el pequeño ático con la mirada. Una gruesa cortina marrón
impedía la entrada de los rayos del sol, el piso de madera se veía sin brillo.
Arrimado contra la pared del fondo, estaba un armario/bar con la puerta del
lado derecho a medio abrir. En el estante superior, desalineadas, se veían
varias botellas de Zacapa abiertas. Él se acercó y las contó. Seguían estando
las mismas diez. Una estaba vacía, seis tenían algo de licor, tres seguían
intactas. Se ajustó los anteojos y leyó las fechas, garrapateadas con trazos
inseguros, sobre las etiquetas. No se había equivocado. Hacía un año que no
visitaba el Santuario del Último Adiós. ¿Sería hoy cuándo, por fin, llegaría el
verdadero último adiós? Siete veces se había hecho esa pregunta, siete veces el
destino le había respondido –aún no.
Tomó
una botella sin abrir y un vaso del segundo estante, se dirigió a la pequeña
mesa redonda y se dejó caer en la única silla. Estaba a punto de abrir la
botella, cuando el silencio le hizo caer en cuenta de que faltaba algo. Con un
gesto de fastidio volvió a levantarse, caminó otra vez al armario/bar y abrió
la puerta del lado izquierdo. Encendió el equipo de sonido Bose y esperó hasta escuchar
las primeras notas de la melodía, que el azar había escogido, para acompañarle
en su ritual. Esta vez fue November Rain,
de Guns n Roses.
De
vuelta en la mesa parecía más viejo, con la espalda encorvada y arrastraba los
pies. Llenó el vaso con parsimonia, lanzó un suspiro y con la mirada en la
nada, se dispuso a emprender un agridulce paseo acompañado de sus
recuerdos. Como en anteriores ocasiones,
se vio caminando entre la bruma, sobre un sendero de crujientes hojas secas, hacia
una cortina de luz. Al atravesarla, regresó a un momento del pasado cuando
inició una relación fallida. Hasta ahora no había vuelto a revivir aquella que
lo tenía así, la que al presentarse, lo obligaría a sacar aquello que reposaba en
un paño de terciopelo rojo, en la gaveta debajo del segundo estante del
armario/bar.
̶ Hoy
las probabilidades juegan en mi contra. ̶ Murmuró
con gesto de preocupación.
II
Daniela,
con un maquillaje impecable, estaba sentada en la barra del bar en aquel hotel
al pie del Ángel de la Independencia en el Distrito Federal. El vestido
turquesa se ajustaba como guante a su bien formado cuerpo. Sus gestos revelaban
que la paciencia no estaba en la lista de sus virtudes. Él, que esa noche prefirió
quedarse en el hotel tras varias agotadoras jornadas de negociaciones, la
observaba en la esquina opuesta de la barra, mientras imaginaba posibles
escenarios. ¿Estaría esperando al novio para una noche de diversión? ¿A un
amante, con el que protagonizaba uno de esos romances prohibidos y apasionados?
¿Sería una dama de compañía, esperando a algún cliente hospedado en el hotel?
Los
minutos pasaban, ella no despegaba la mirada de la escalera. Él no separaba la
suya de ese exótico rostro de pómulos resaltados, nariz respingada y labios
carnosos, de ese cuello de cisne, de esos senos que parecían haber sido modelados
en los de la Venus del Milo. Luego de casi media hora, ella giró el banco y dio
la espalda a la escalera en un claro gesto de decepción. Hizo un movimiento con
la mano y minutos después le llevaron una margarita. En el instante en que ella
aproximaba los labios al borde finamente recubierto de gránulos de sal, sintió
el fuego de la mirada que venía de fondo de la barra. Se detuvo un instante,
esbozó una sonrisa y entornó los ojos de manera insinuante.
Media
hora después se comían a besos en la habitación de él. Sus cuerpos reclamaban
fundirse entre gemidos y sofocos. Sería el inicio de una maravillosa travesía que
culminaría con una intrincada coreografía pletórica de pasión y placer. Fue
hasta que ella recostó su cabeza en su pecho, que él, acariciándole sus dorados
rizos, le preguntó:
̶ ¿Cómo
te llamas preciosa?
̶ Daniela. ̶ Respondió
ella en un susurro.
Le
contó que había venido de Culiacán, un lugar al norte, para conocer a un tipo
que la había contactado por internet y con quien había iniciado un fogoso
romance cibernético. Jorge, el tipo, nunca apareció. Él pensó que todo sucede
por alguna razón, porque dos noches después ella había encontrado, en la barra
del bar del hotel, a un desconocido irresistible, atlético, de mirada
chispeante y con un deseo desbordante que la había llevado a disfrutar de un
encuentro cargado de erotismo.
̶ Y
tú ¿cómo te llamas?
̶ Julio
César
̶ ¿Seguro?
¿No me estás tomando el pelo?
Él
sonrió.
̶ No
tendría por qué. No gano nada con eso.
̶ ¿Tienes
un cigarrillo? ¿Puedes encender la radio?
Ella
comenzó a fumar, él la observaba embelesado. Cuando comenzó a sonar November Rain, ella lo abrazó y comentó.
̶ ¿Has
visto el video? ¿Cómo es posible que ella muera el día de su boda?
Comenzó
a sollozar. Al abrazarla, él sintió los estremecimientos de su cuerpo, que
volvieron a avivar su deseo y que esta vez se consumó de una manera tierna y
delicada, con sus labios unidos y deleitándose con el salado sabor de sus lágrimas. Él hizo un
gran esfuerzo por no indagar lo qué ocultaba en su pasado y que la lastimaba
tanto. Al sentir su respiración acompasada, se entregó al sueño.
Cuando
despertó, los rayos del sol se colaban por la ventana entreabierta. Estiró los
brazos y sintió un vacío en dónde debía estar ella. Se sentó y comenzó a
recordar cada detalle de la noche anterior, los besos, las caricias, las lágrimas,
ese misterioso rostro que venció su natural resistencia a involucrarse en aventuras
de una noche.
Ella
había dejado un recado escrito con crayón de labios en el espejo del baño.
̶ Gracias por el
maravilloso momento, te he dejado un regalo.
Como
tampoco estaba su billetera, el anillo de diamantes y el Rolex de oro,
comprendió que le habían tendido una trampa. Nadie en la recepción había visto
a la mujer que les describió lleno de furia. Sus socios mexicanos acudieron en
su auxilio, pagaron la cuenta del hotel, le ayudaron a obtener un pasaporte
provisional y a presentar la denuncia contra aquella encantadora embaucadora
que parecía haber sido tragada por la tierra.
De
regreso en el avión, soltó una carcajada y se juró que sería la última vez que
caería en las redes de una desconocida. Le divertía confirmar que él, un
conquistador empedernido, había recibido una dosis de su propia medicina.
III
Las
carcajadas resonaban en el ático cuando él volvió de su viaje. Al serenarse, dio
varios puñetazos sobre la mesa.
̶ ¡Maldita! ¡Ojalá te estés pudriendo en el infierno!
La
música había cesado. Parte del ritual era que solo una melodía sonaba en cada
visita. Era la ruleta rusa musical. Se sirvió el último trago de Zacapa y con
los ojos enrojecidos. comprendió que no habría necesidad de recorrer de nuevo aquel
sendero de hojas secas.
IV
Dieciocho
meses y varias aventuras después, Daniela solo era un vago recuerdo. Fue cuando
el cansancio se convirtió en su inseparable compañero. El espejo le devolvía la
imagen de alguien con semblante demacrado, perdía peso de forma acelerada, le
costaba concentrarse y no podía dormir. Alarmado, visitó a Carlos Lagos, un
antiguo compañero de colegio, convertido en un afamado médico internista. Luego
de hacerle un chequeo general, dijo apretándole el brazo:
̶ No
te preocupes. Parece una anemia. Ordenaré estos exámenes. Te llamaré cuando me
envíen los resultados.
Cuatro
días después, hoy hacía ocho años, recibiría la llamada que transformaría su
vida. Algunas palabras habían quedado grabadas con fuego en su memoria. ̶ No se ha
descubierto la cura… ̶ Cuando mucho te
quedarán diez años.
V
La
botella de Zacapa estaba vacía. Él se levantó trastrabillando y sacó lo que
reposaba, envuelto en un paño de terciopelo rojo, en la gaveta que estaba
debajo del segundo estante del armario/bar.
̶ Sabía
que tarde o temprano amarraría todo. Ocho años de agonía que hoy llegarán a su
fin.
Acarició
la cacha del arma, puso el dedo en el gatillo y sonrió.
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