jueves, 5 de mayo de 2016

DISTRITO FEDERAL


La puerta lanzó un agudo rechinido al abrirse. Algo normal cuando no se visita a menudo un lugar. Él encendió una luz, tan débil, que apenas disipaba las tinieblas y recorrió el pequeño ático con la mirada. Una gruesa cortina marrón impedía la entrada de los rayos del sol, el piso de madera se veía sin brillo. Arrimado contra la pared del fondo, estaba un armario/bar con la puerta del lado derecho a medio abrir. En el estante superior, desalineadas, se veían varias botellas de Zacapa abiertas. Él se acercó y las contó. Seguían estando las mismas diez. Una estaba vacía, seis tenían algo de licor, tres seguían intactas. Se ajustó los anteojos y leyó las fechas, garrapateadas con trazos inseguros, sobre las etiquetas. No se había equivocado. Hacía un año que no visitaba el Santuario del Último Adiós. ¿Sería hoy cuándo, por fin, llegaría el verdadero último adiós? Siete veces se había hecho esa pregunta, siete veces el destino le había respondido –aún no.

Tomó una botella sin abrir y un vaso del segundo estante, se dirigió a la pequeña mesa redonda y se dejó caer en la única silla. Estaba a punto de abrir la botella, cuando el silencio le hizo caer en cuenta de que faltaba algo. Con un gesto de fastidio volvió a levantarse, caminó otra vez al armario/bar y abrió la puerta del lado izquierdo. Encendió el equipo de sonido Bose y esperó hasta escuchar las primeras notas de la melodía, que el azar había escogido, para acompañarle en su ritual. Esta vez fue November Rain, de Guns n Roses.

De vuelta en la mesa parecía más viejo, con la espalda encorvada y arrastraba los pies. Llenó el vaso con parsimonia, lanzó un suspiro y con la mirada en la nada, se dispuso a emprender un agridulce paseo acompañado de sus recuerdos.  Como en anteriores ocasiones, se vio caminando entre la bruma, sobre un sendero de crujientes hojas secas, hacia una cortina de luz. Al atravesarla, regresó a un momento del pasado cuando inició una relación fallida. Hasta ahora no había vuelto a revivir aquella que lo tenía así, la que al presentarse, lo obligaría a sacar aquello que reposaba en un paño de terciopelo rojo, en la gaveta debajo del segundo estante del armario/bar.

̶ Hoy las probabilidades juegan en mi contra.  ̶ Murmuró con gesto de preocupación.

II

Daniela, con un maquillaje impecable, estaba sentada en la barra del bar en aquel hotel al pie del Ángel de la Independencia en el Distrito Federal. El vestido turquesa se ajustaba como guante a su bien formado cuerpo. Sus gestos revelaban que la paciencia no estaba en la lista de sus virtudes. Él, que esa noche prefirió quedarse en el hotel tras varias agotadoras jornadas de negociaciones, la observaba en la esquina opuesta de la barra, mientras imaginaba posibles escenarios. ¿Estaría esperando al novio para una noche de diversión? ¿A un amante, con el que protagonizaba uno de esos romances prohibidos y apasionados? ¿Sería una dama de compañía, esperando a algún cliente hospedado en el hotel?

Los minutos pasaban, ella no despegaba la mirada de la escalera. Él no separaba la suya de ese exótico rostro de pómulos resaltados, nariz respingada y labios carnosos, de ese cuello de cisne, de esos senos que parecían haber sido modelados en los de la Venus del Milo. Luego de casi media hora, ella giró el banco y dio la espalda a la escalera en un claro gesto de decepción. Hizo un movimiento con la mano y minutos después le llevaron una margarita. En el instante en que ella aproximaba los labios al borde finamente recubierto de gránulos de sal, sintió el fuego de la mirada que venía de fondo de la barra. Se detuvo un instante, esbozó una sonrisa y entornó los ojos de manera insinuante.

Media hora después se comían a besos en la habitación de él. Sus cuerpos reclamaban fundirse entre gemidos y sofocos. Sería el inicio de una maravillosa travesía que culminaría con una intrincada coreografía pletórica de pasión y placer. Fue hasta que ella recostó su cabeza en su pecho, que él, acariciándole sus dorados rizos, le preguntó:

̶ ¿Cómo te llamas preciosa?

̶ Daniela.  ̶ Respondió ella en un susurro.

Le contó que había venido de Culiacán, un lugar al norte, para conocer a un tipo que la había contactado por internet y con quien había iniciado un fogoso romance cibernético. Jorge, el tipo, nunca apareció. Él pensó que todo sucede por alguna razón, porque dos noches después ella había encontrado, en la barra del bar del hotel, a un desconocido irresistible, atlético, de mirada chispeante y con un deseo desbordante que la había llevado a disfrutar de un encuentro cargado de erotismo.

̶ Y tú ¿cómo te llamas?

̶ Julio César

̶ ¿Seguro? ¿No me estás tomando el pelo?

Él sonrió.

̶ No tendría por qué. No gano nada con eso.

̶ ¿Tienes un cigarrillo? ¿Puedes encender la radio?

Ella comenzó a fumar, él la observaba embelesado. Cuando comenzó a sonar November Rain, ella lo abrazó y comentó.

̶ ¿Has visto el video? ¿Cómo es posible que ella muera el día de su boda?

Comenzó a sollozar. Al abrazarla, él sintió los estremecimientos de su cuerpo, que volvieron a avivar su deseo y que esta vez se consumó de una manera tierna y delicada, con sus labios unidos y deleitándose con  el salado sabor de sus lágrimas. Él hizo un gran esfuerzo por no indagar lo qué ocultaba en su pasado y que la lastimaba tanto. Al sentir su respiración acompasada, se entregó al sueño.

Cuando despertó, los rayos del sol se colaban por la ventana entreabierta. Estiró los brazos y sintió un vacío en dónde debía estar ella. Se sentó y comenzó a recordar cada detalle de la noche anterior, los besos, las caricias, las lágrimas, ese misterioso rostro que venció su natural resistencia a involucrarse en aventuras de una noche.

Ella había dejado un recado escrito con crayón de labios en el espejo del baño.

̶  Gracias por el maravilloso momento, te he dejado un regalo.

Como tampoco estaba su billetera, el anillo de diamantes y el Rolex de oro, comprendió que le habían tendido una trampa. Nadie en la recepción había visto a la mujer que les describió lleno de furia. Sus socios mexicanos acudieron en su auxilio, pagaron la cuenta del hotel, le ayudaron a obtener un pasaporte provisional y a presentar la denuncia contra aquella encantadora embaucadora que parecía haber sido tragada por la tierra.

De regreso en el avión, soltó una carcajada y se juró que sería la última vez que caería en las redes de una desconocida. Le divertía confirmar que él, un conquistador empedernido, había recibido una dosis de su propia medicina.

III

Las carcajadas resonaban en el ático cuando él volvió de su viaje. Al serenarse, dio varios puñetazos sobre la mesa.

̶ ¡Maldita!  ¡Ojalá te estés pudriendo en el infierno!

La música había cesado. Parte del ritual era que solo una melodía sonaba en cada visita. Era la ruleta rusa musical. Se sirvió el último trago de Zacapa y con los ojos enrojecidos. comprendió que no habría necesidad de recorrer de nuevo aquel sendero de hojas secas.

IV

Dieciocho meses y varias aventuras después, Daniela solo era un vago recuerdo. Fue cuando el cansancio se convirtió en su inseparable compañero. El espejo le devolvía la imagen de alguien con semblante demacrado, perdía peso de forma acelerada, le costaba concentrarse y no podía dormir. Alarmado, visitó a Carlos Lagos, un antiguo compañero de colegio, convertido en un afamado médico internista. Luego de hacerle un chequeo general, dijo apretándole el brazo:

̶ No te preocupes. Parece una anemia. Ordenaré estos exámenes. Te llamaré cuando me envíen los resultados.

Cuatro días después, hoy hacía ocho años, recibiría la llamada que transformaría su vida. Algunas palabras habían quedado grabadas con fuego en su memoria.  ̶ No se ha descubierto la cura…  ̶  Cuando mucho te quedarán diez años.

V

La botella de Zacapa estaba vacía. Él se levantó trastrabillando y sacó lo que reposaba, envuelto en un paño de terciopelo rojo, en la gaveta que estaba debajo del segundo estante del armario/bar.

̶ Sabía que tarde o temprano amarraría todo. Ocho años de agonía que hoy llegarán a su fin.

Acarició la cacha del arma, puso el dedo en el gatillo y sonrió.

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