Matas
el tiempo en una mesa en la esquina más lejana del lugar. Aparte de tus
delirios, te acompañan, una humeante taza de café y un cigarrillo a medio
consumir. Afuera llueve. Una incómoda corriente, tan fría como un amor no
correspondido, se cuela por las mal ajustadas ventanas. Frente a tu mesa, dos
reflectores iluminan una añeja fotografía de la eternamente joven Marilyn, que con
gesto picaresco, alimenta inconfesables fantasías de alcoba.
Los
parroquianos del lugar, parecen haber sido cortados con un mismo molde: encorvados,
canosos, arrugados. Los clientes
habituales, como tú, notan que cada vez hay más sillas vacías. Son de los que que
se han adelantado en el camino sin retorno.
Todos
respetan la regla no escrita del lugar: No se permiten mujeres, para no
incomodar a Marilyn. Basta con su avasallante presencia. Puedes dar fe de ello,
aunque como caballero que eres, guardarás un discreto silencio sobre lo que haya
pasado entre los dos. Sin embargo, todo lo que inicia tiene un fin y hoy has
venido a decir adiós. Aspiras el inconfundible aroma a Chanel, que emana de su divino
cuerpo, fijas la mirada en ese voluptuoso cuerpo que nunca más volverás a
recorrer, y recitas ese discurso que has ensayado por días.
―
¿Cuántas veces lo hemos intentado? No sé tú, como dice la canción de Luis Miguel,
yo las he dejado de contar. Reconócelo, lo nuestro jamás pasará de ser una locura.
Cuántas veces he aguantado tus coqueteos con cualquier estúpido que se cruza en
tu camino…
Ella
permanece inmutable.
―De
nuevo lo haces, conozco esa treta. Cómo te encierras en ese mutismo que me desespera.
Sabes que si me dejas hablar, sin responder a mis provocaciones, terminarás
sacándome de mis casillas. Te lo advierto, esta vez no caeré, te conozco desde
el pelo hasta la punta de los pies, como ha cantado Arjona, vengo preparado
para el adiós definitivo.
Finges
indiferencia, pero conozco el efecto que mis palabras te provocan.
―Tus
lamentos no lograrán convencerme. Tus promesas las depositaré en el cofre de mis
desilusiones. Ni lo intentes, no volveré a sucumbir en tus juegos de seducción.
La
miras esperando una señal.
―Mueves
la cabeza, sonríes con ironía. Si aún conservabas alguna esperanza, te lo diré sin
tapujos: Encantadora hechicera, esto se acabó. Ya no te amo, tampoco temo
perderte. ¿Cómo puedo perder algo que jamás fue mío? Lo último que me ataba a
ti se disipa con el humo de este cigarrillo. Mira a tu alrededor, tus admiradores,
al igual que mi arrobamiento, están desapareciendo. En unos años serás polvo, pero
a diferencia de nosotros, serás solo polvo de una imagen que jamás sintió el
latir de un corazón.
Llega
el momento de concluir con esto.
―Estás
sorprendida, no intentes negarlo. Lástima que ninguna cámara captó el asombro que,
por una fracción de segundo, se dibujó en tu gesto. En menos de un minuto, atravesaré
la puerta marcada como “salida”, la que conduce al boulevard de los sueños
rotos, el mismo que inspiró a Sabina. Me iré, tú te quedarás aquí,
preguntándote por qué no pudiste retenerme. Lo siento preciosa, esta presa
escapará de tus redes. Ten la seguridad que, por el resto de la eternidad, nuestros
caminos jamás volverán a cruzarse. Sin embargo, a pesar de lo que he sufrido
contigo, no deseo que este asunto termine así. Lo nuestro merece un brindis de
despedida.
Alzas
la copa de brandy.
―
¡A tu salud bella entre las bellas!
El
opalino líquido desapareció. El cigarrillo terminó de consumirse. La lluvia había
dejado de caer. Otra silla quedaba vacía.
Los
reflectores secaron las indiscretas lágrimas que resbalaban por el rostro de porcelana
de Marilyn. Ella entornó los ojos hacia la puerta de entrada y volvió a adoptar
ese irresistible gesto picaresco, con el que engatusaría al siguiente soñador
que se atreviera a ingresar al lugar.
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