Tras cinco semanas de camino, los extenuados miembros del
grupo expedicionario se preguntaban, si alguna vez alcanzarían el destino
prometido. Días antes, luego de estar a
punto de ser arrastrados por un caudaloso río, decidieron apartarse de sus
riveras y se internaron en la que resultó siendo, una interminable cadena de
montañas. Habían perdido la cuenta de cuántas cimas habían conquistado, para
descubrir que solo era una más en el laberinto en el que estaban
atrapados.
Más que lealtad, era el temor lo que los mantenía unidos.
Ninguno deseaba quedarse solo en ese inhóspito territorio y la palabra retorno
era algo impensable. Si la historia
hubiera quedado congelada en aquel instante, les hubieran recordado como un
anónimo grupo de aventureros, hermanados por la marca de la deshonra, perdidos
en la cordillera y que juraron permanecer unidos hasta encontrar fortuna o muerte.
Sosteniéndose a duras penas sobre su montura, cabalgaba
el alguna vez favorito de Hernán Cortes, don Jaime de Portocarrero. Tostado por
el inclemente sol que cada día los torturaba por más de doce horas. Vestía la
que había sido una delicada camisa blanca cuya tela, ahora desgarrada y
empapada de sudor, se aferraba a los enjutos músculos de su dueño, como
queriendo disuadirle de esa locura. El
otrora pulcro don Jaime tenía el rostro demacrado, las mejillas hundidas, estaba
cubierto por una gruesa capa de mugre, sus crecidos cabellos y barbas se veían
cenizos de suciedad. Sin embargo, aún en
esa malhadada hora, resaltaba la firmeza de su mirada, que escudriñaba el
horizonte con la esperanza de avizorar alguna eventualidad que le permitiera
lavar su mancillada reputación.
Tres días de camino los separaban del último lugar en
dónde se habían aprovisionado de agua. Las lúgubres resonancias que provocaban
las cantimploras, al chocar contra los restos de las armaduras, parecían
presagiar un aciago final. Era el catorce de noviembre del año del Señor de mil
quinientos veintitrés y aunque ninguno de ellos lo sabía, debajo de esas
piedras, que parecían ser lo único que prosperaba en aquellas áridas montañas,
se ocultaban abundantes vetas de minerales preciosos, que una vez descubiertas
y debidamente explotadas, los convertirían en los hombres más acaudalados que
hubiesen pisado América.
A la saga del grupo, trastrabillando, iba Diego Pedroza,
un mozo tlascala de apenas quince años. Diego era el único del grupo que no se
sentía atado al juramento hecho a don Jaime. Él simplemente seguía a su amo, el
padre Francisco, un sacerdote jesuita que acompañaba al grupo de aventureros,
imbuido por el deseo de difundir el evangelio entre las tribus que habitaban aquellos
territorios. Diego no pasaría a la
historia por las riquezas que llegaría a amasar sino por algo más perdurable. Gracias
al padre Francisco, había aprendido a leer y escribir. Sus memorias,
preservadas de la censura, escandalizarían a los historiadores al narrar las
glorias y desventuras de don Jaime de Portocarrero, en su viaje por las
Américas.
(Según los manuscritos de Diego
el ambicioso hidalgo, acompañado por un grupo de conspiradores, había escapado
de Tenochtitlán la noche anterior a la fecha fijada para ser ajusticiado por
haberlo descubierto negociando, con los herederos de Moctezuma, la entrega de
Hernán Cortés, a cambio del tesoro del templo mayor. Cortés ordenó a otro de
sus capitanes, don Pedro de Alvarado, que los persiguiera y le trajera la
cabeza del conspirador. Al cabo de tres meses, Alvarado regresó con las manos
vacías. La última noticia que había tenido de los traidores era que se habían
internado en una tierra inhóspita, en donde con seguridad les esperaba una
muerte atroz. Cortés ordenó borrar los anales del hecho. Estaba convencido que
el olvido sería el menor de los males, para preservar la imagen de los
conquistadores ante la Corte de España.)
Al mediodía los hombres de Portocarrero se prepararon
para enfrentar la que, intuían, sería su postrer jornada en la tierra. Luego de
implorar perdón por sus pecados, recibieron de manos del padre Francisco los
fragmentos de la última hostia consagrada y se dispusieron a caminar hasta
donde las fuerzas les permitieran. Al caer el sol sacrificaron al caballo de don
Jaime y bebieron su sangre. Casi a rastras, alcanzaron una nueva cumbre y fue
allí, bajo un manto de rutilantes estrellas, cuando descubrieron el giro que su
fortuna acababa de dar. En la ladera de la montaña, frente a ellos, observaron
incontables fogatas encendidas sobre el muro que protegía a Ixcolajhi (el hogar
de los hijos de dios). Impresionados, se
postraron ante el Altísimo en señal de agradecimiento.
Ningún expedicionario pegó los ojos aquella noche,
imaginando lo que harían con las riquezas que obtendrían al saquear la
ciudad. Al siguiente día discutieron la
estrategia para apoderarse de ella. No sólo eran pocos y mal armados, sino que
carecían de fuerzas para asaltar la fortaleza. La desesperación aguzó el
ingenio de uno de los castellanos, don Rodrigo López.
–Por
lo que he podido observar, es imposible que en ese lugar existan fuentes de
agua. El aprovisionamiento tiene que venir de otro lado. Propongo que lo
busquemos. Si nos apoderamos de él, los
venceremos de sed.
–Nos
planteas algo imposible. –Le
refuto don Alonso de Ojeda.
–No
nos quedan fuerzas para escalar otra cumbre.
Don Jaime terció en la discusión.
–No
tenemos alternativa. Enviaré a Diego a
husmear por los alrededores. Si nos confirma lo que supone Rodrigo, echaremos a
suertes los nombres de quienes me acompañarán a buscar el nacimiento del agua.
Mientras tanto, descansemos. Comamos la carne de mi caballo, eso nos ayudará a
recuperar fuerzas.
Días después, bajo el abrasador sol, cuatro figuras
trepaban penosamente por los acantilados.
Tras ímprobos esfuerzos localizaron el nacimiento que proveía a la
ciudad. Se disponían a acarrear piedras para bloquear el paso del agua, cuando
don Jaime propuso.
–Seamos
sinceros. No tenemos tiempo para esperar a que esos malditos se rindan de
sed. Defequemos para envenenar las
aguas.
Rodrigo cuestionó airadamente la orden.
–Jaime,
esta sería una infamia mayor que la que empleó Cortés para acabar con los
aztecas. Pongo a Dios por testigo que
jamás aceptaré algo así.
Sus protestas fueron acalladas por el acero de don
Jaime. Juan Pereira y Diego Pedroza
observaron en silencio la artera acción del señor de Portocarrero. Minutos después,
el cuerpo de don Rodrigo era tragado por las diáfanas aguas del nacimiento. La
leyenda convirtió, al “desgraciado hidalgo”, en el único héroe ibérico que
entregó su vida en la conquista de Ixcolajhi.
Sobrevivieron dos semanas alimentándose de los cultivos
que crecían en la ladera trasera que conducía a la ciudad, a diario contaban
las fogatas que se encendían para inmolar los cadáveres de las víctimas de la
plaga. Cuando las fogatas mermaron, entraron en la ciudad. Pocas almas les
salieron al paso, arrastrándose, presas de intensos dolores. Las espadas de los
hombres de don Jaime pusieron un rápido fin a sus sufrimientos. La última en
morir fue una anciana, que luego de presenciar la conducta de esos barbados
cristianos, lanzó una maldición sobre ellos y sus descendientes.
El seis de diciembre, una inmensa pira se elevó hacia el
cielo, consumiendo los últimos cadáveres. Ese atardecer, los catorce
aventureros, de rodillas y con la cabeza inclinada, escucharon cómo el padre
Francisco, asistido por Diego, consagraba la ciudad a Santa Bárbara y nombraba
como gobernador del territorio a don Jaime de Portocarrero. Al momento de repartir los cargos, don Jaime
compró el silencio de Pereira nombrándolo alguacil mayor de la nueva
provincia.
Luego de tres años, que cobraron la vida de miles de
esclavos capturados en los alrededores, Santa Bárbara había tomado forma. Su
fama de recompensar con riquezas a aquellos que asumían el riesgo de asentarse
en ese inhóspito territorio, generaba un flujo importante de emigrantes de la
península. De pronto, la maldición pareció materializarse. Un brote de fiebre, se
coló hasta Santa Bárbara . De nada sirvió la cuarentena o las rogativas y las
penitencias que se realizaron.
Era medianoche y don Jaime, a quien la preocupación no le
dejaba dormir, sintió el aguijón del hambre. Como los sirvientes ya se habían
acostado, decidió ir a la cocina.
Caminaba en la oscuridad cuando divisó una luz que provenía del establo.
Temiendo que estuvieran robando sus caballos, desenvainó la espada, se acercó
sigilosamente y espió por una hendidura entre los maderos.
Los sirvientes que suponía durmiendo estaban al fondo, de
rodillas, murmurando extrañas oraciones frente a un ídolo de piedra. Su celo cristiano le empujaba a interrumpir
la ceremonia, pero la lógica y la desesperación le detuvieron. Era
incuestionable que, su Dios y su séquito de santos, eran incapaces de detener
la peste que se cebaba contra los extranjeros, ya que la mayoría de indígenas
parecían inmunes a sus estragos. Apenas conteniendo su asombro, concluyó que
tal vez frente a él estaba la explicación a esa aparente inmunidad. Luego de
algunos minutos abandonó el lugar tan sigilosamente como había llegado.
Don Jaime, como muchos conquistadores, en tanto conseguía
una pareja -digna de su alcurnia- para asegurar su descendencia, saciaba sus
necesidades con alguna nativa de las regiones bajo su dominio. La mañana siguiente, mientras acariciaba el
moreno cuerpo de Anunciación, el nombre que el castellano había dado a la joven
que gozaba de sus favores, le contó lo que había visto. Conforme avanzaba en su relato, ella comenzó
a temblar, los ojos se le llenaron de lágrimas. Don Jaime trató de calmarla.
–No
temas. Te doy mi palabra que no les pasará nada. Sólo dime que estaban haciendo.
Ella respondió con su escaso dominio del idioma.
–Patrón.
Rama, la madre tierra, está ofendida con los tuyos. Primero profanaron la
morada de su hija Ixcalah, nuestra diosa del agua, luego destruyeron el templo
de su hijo Rumancaj, el señor del fuego. Ustedes no le han mostrado respeto, ella
se cansó de esperar y anunció que va a destruirles.
Don Jaime sonrió.
–Por
Santiago mujer, no blasfemes. No hay nadie más poderoso que Nuestro Señor
Jesucristo.
Para confirmarlo, esa misma tarde solicitó al padre
Francisco que oficiara una misa en el establo. Menos de una semana después, el
devoto sacerdote entregaba su alma al señor.
Al llegar la noche, del día cuando el cuerpo del
misionero fue devuelto a la tierra, don
Jaime se unió al grupo de fieles que, cabeza en tierra, rogaban clemencia a
Rama. En ese momento, uno de los indígenas cayó a suelo víctima de
convulsiones. Con los ojos trabados y la boca llena de espuma, comenzó en pronunciar
ininteligibles palabras. Anunciación le tradujo el mensaje.
A la mañana siguiente, don Jaime ordenó que los cadáveres
fueran trasladados lejos de la ciudad y quemados de inmediato. Al cabo de una
semana, la peste dejó de cobrar víctimas.
En la mansión del capitán general se construyó un
subterráneo, justo debajo del improvisado altar ubicado en el establo. La
excavación iba a medias cuando localizaron un nacimiento de agua. Don Jaime lo
interpretó como una confirmación de que hacía lo correcto. Rama encontró una
nueva morada. Por siglos pasaría allí, recibiendo la secreta veneración de los
descendientes del señor de Portocarrero, rodeada de una fuente y de un pebetero
siempre encendido, para homenajear a sus hijos.
Excelente!!!!
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