viernes, 13 de mayo de 2016

EL PARAÍSO II


Apenas el Chintío se rinde al sueño, te escabulles de la prisión a la que llamas tu casa y te sientas sobre una piedra en la desalineada vereda, la calle principal del asentamiento. Pasarás horas allí, saturándote de polvo y sol, sudando a mares, impregnándote con el aroma de los drenajes que corren a flor de tierra. Disfrutas viendo que tienes poder, tu presencia eriza la piel, la gente pasa presurosa con el terror reflejado en sus caras.

Bienvenidos al Paraíso II.

Al despuntar el día, la gente lucha por conseguir un transporte que los lleve a sus trabajos. Al caer la noche, cuando regresan, desearían tener alas para cobijarse sin demora en sus covachas. En el Paraíso II no hay energía eléctrica. Aquí, ni los perros se animan a salir de noche por las zigzagueantes callejuelas del asentamiento. Dentro de las covachas, construidas con paredes de cartón y techos de lámina, las mujeres y los niños rezan en silencio, mientras afuera se escuchan las detonaciones y los lamentos, que brotan de las tinieblas que envuelven a esta tierra de nadie. A la mañana siguiente encontrarán pozas de sangre, decenas de cascabillos regados por los suelos, a veces un zapato olvidado, pero jamás un cadáver. Las clicas respetan el ritual de recoger a los suyos, antes que los primeros rayos del sol profanen sus restos.

El Paraíso II es morada de aquellos que entran y salen del mundo escapando a las estadísticas oficiales, albergue y sepultura de los que no figuran en noticieros o en los partes policiacos. Aquí naciste, y conforme a la inexorable ley que rige la existencia de aquellos como tú, aquí has de morir. En tanto llega esa inevitable hora, construiste una covacha en el área que controlan los hommies del Barrio. Si supieras escribir, habrías colgado en la entrada un rótulo que dijera “Bienvenidos al nido de amor del Chinto y la Biutiful”, tus habilidades apenas alcanzaron para un corazón negro atravesado por una flecha roja. Vives con otros miembros de la clica, aunque estás retirado. Les juraste que tu salida era temporal, porque una vez se ingresa a la cicla, ella te poseerá para siempre. No sé qué me sorprendió más, si tu solicitud o la respuesta del Killer, acompañada de esa glacial sonrisa que congela hasta la respiración.

―Está bien Chinto. Merecés un descanso. Cuidá a la Biutiful. Esa mujer vale la pena.

El famoso Killer -hijo negado de un sacerdote, que liberaba el demonio de la lujuria con la humilde mujer que hacía la limpieza y que la echó al enterarse que había fertilizado su semilla- es el líder de la mara. Por cinco años lo acompañaste en sus correrías. Cada noche, en pleno combate por ganar otra cuadra para tu clica, te preguntabas si alcanzarías a ver la luz del día siguiente. Ahora despiertas dando alaridos cuando esas experiencias se liberan en tus pesadillas. La Biutiful te reclama porque el escándalo que armas, espanta al Chintío. Eso que no le cuentas que te has visto, bañado en sangre, con la hoja del cuchillo fulgurando a la luz de las velas, en el inconfesable ritual de la noche de Halloween. No le cuentas que te has visto, pateando un balón con cabello, nariz, boca y un par de cuencas vacías, en dónde alguna vez se alojaron los ojos. No le cuentas lo que ni yo, con mi recorrido, me atrevería a contar…

Ahí viene el Killer con ese caminar desenfadado que identifica a los que deportaron del norte.  Se cree dueño del mundo porque vive de las extorsiones que obtiene en la mitad del lugar. Él también disfruta el temor que despierta en la gente, cómo apartan la vista de las trece lágrimas tatuadas alrededor de sus ojos, recuerdo de las almas que ayudó a salir de este infierno. Bajo la holgada chamarra oculta a su consentida: Una Walther nueve milímetros con munición expansiva. Al verte, levanta la mano con los tres dedos del centro doblados.

―Órale mi Chinto.

Para los hommies no eres Jacinto. Así te conocen los viejos, esa partida de retrógrados que miran con recelo a la Santa Muerte que tienes tatuada en el brazo. En la clica, tu familia forever, juran que ella los protege de balas y puyones. ¿De qué otra manera explicarías que aquel disparo, recibido a quemarropa, no te volara los sesos? ¿Recuerdas? ¡Qué noche!

Huiste de los paramédicos sujetando lo que había quedado del lado izquierdo de tu cara. Escapaste porque sabías, que cuando los policías llegan a los hospitales, desaparecen aquellos heridos que pertenecen a las clicas. Te remendó un hommie, ayudante de sastrería, él pobre hizo sus mejores intentos, pero no logró evitar que te quedara la cicatriz, parecida a una zanja, que atraviesa tu pómulo y que el párpado del ojo izquierdo como una persiana a medio cerrar. ¿Sabías que a partir de aquella noche surgió esa caprichosa atracción que siento por ti?

Iluso. Creíste que al dejar a los hommies no necesitarías más la protección de la Santa. Tres veces al día, frotas tu brazo con un líquido apestoso hasta dejarlo casi en carne viva. Terminas bañado en sudor y maldiciendo:

― ¿Por qué no te borras desgraciada?

¿Imaginas el desaire que sentiría, ella, si te estuviera escuchando?

Lejanos están el Killer y los demás de intuir la verdadera razón de tu salida. Fue porque, antes de que el Chintío naciera, entregaste tu corazón al Señor. Aquel domingo, aquellas palabras que tocaron tu alma y la ardiente mano que se posó en tu frente, cambiarían tu vida. Si a eso se le puede llamar vida. Repasémosla.

Una noche oscura y lluviosa, tenías seis o siete años, la pintarrajeada mujer, que se escurría en estrechos vestidos de amplios escotes y regresaba de madrugada, borracha, apestosa a esencia de macho, no volvió. Eras demasiado pequeño para encontrar al anónimo proveedor de esperma que aportó la otra mitad de tus genes. Uno de tantos XX que ella conoció en “Las Flores”, el bar en donde transaba sus desgastados, manoseados y a menudo moreteados encantos.

Desde aquel día, la calle se convirtió en tu hogar. Sobrevivías recolectando sobras de comida que disputabas a los buitres y perros callejeros, los amos del basurero que satura la ladera opuesta al Paraíso II. Las cicatrices en tus brazos y piernas, atestiguan las épicas batallas que libraste contra el Cadejo, el feroz perro tuerto, líder del lugar, por unas sobras de Pollo Campero o un mendrugo de pan. A menudo, cuando no encontrabas comida, hurgabas entre los desperdicios buscando algo que vender. Tu meta era juntar veinticinco centavos, lo suficiente para una bolsa de pegamento, que funciona mejor que una Big Mac, para adormecer al hambre.

A los diez años descubriste el poder de los hommies. Al principio ni te tomaron en cuenta, sin embargo, tu perseverancia tuvo su recompensa. A los doce aguantaste, como verdadero hombre, la paliza que te dieron, tu inolvidable bautizo en la temida familia de los números. Demostraste tanto coraje que antes de cumplir los quince, te promovieron a la guardia personal del Killer. Parecía que llegarías lejos, pero a los diecisiete dijiste:

―Suficiente, he vivido demasiado. 

Insolente. Si hubieras estudiado la Biblia, sabrías que las palabras tienen poder. Para ese entonces, llevabas un año con la Biutiful, la mujer de tu vida.

No discutiré tus gustos, algo viste en esa prieta, de mirada lasciva y voluptuoso cuerpo, que te enloqueció. Ella también pasó por la clica. Corrijo. Más apropiado es decir que la clica, al pasar por ella, mandó al olvido a la pizpireta adolescente de trece años que hasta ese día era conocida como la Lucky. Esa mujer que, diez años después, estaba harta de saciar las necesidades de un hombre distinto cada noche, harta de ver cómo su juventud se marchitaba en el espejo. Ansiaba tanto que la protegieran, que no le importó empiernarse con un adicto al pegamento, con cara de espanto y siete años menor. La atrajo la valentía que demostraste al deshacerte de ocho rivales dejando un rastro de huesos rotos y puyones. La familia te dio el derecho a llamarla tu mujer. A partir de ese momento, fuiste su único dueño, si llega a faltarte el respeto, puedes matarla sin que nadie te lo reclame.

Cuando te contó que estaba embarazada, la miraste con ojos y boca muy abiertos. Los hommies te tranquilizaron. Aseguraron que ese hijo sería de todos, que ellos lo cuidarían si algo llegaba a pasarte. Sin embargo, para demostrar tu responsibilidad, aquel domingo, con el rostro medio oculto tras una gorra de lana, tenías el morral lleno de billeteras y celulares cuando escuchaste al predicador que cada mes visitaba la Colonia:

“Cristo, a punto de morir en la cruz, perdonó al ladrón que creyó en Él y lo invitó a disfrutar las riquezas de Su Reino. Hermano que has pecado. Tú que estás entre nosotros. Ven y acepta a Tu Salvador. Acércate. Tus faltas serán perdonadas y serás convidado a la mesa del Señor.”

Sin darte cuenta, subiste a la tarima, el predicador se te acercó, puso la mano en tu frente y una descarga te arrojó al suelo.
¡Aleluya! Gritaron los fieles.

―Ay que mula.  ―Dijiste para tus adentros. ―Ojalá que nadie me haya reconocido.

Te escurriste de allí como cucaracha que huye para no ser aplastada. En tu precipitado escape, olvidaste el morral.

Con el paso de los días sufriste una amarga decepción. Aunque lo aceptaste como tu Salvador, nunca llegó la invitación del tal Cristo a disfrutar de su mesa y para aumentar tus desgracias, ahora diferenciabas el bien del mal.

Antes no conocías de escrúpulos. Si necesitabas algo, puyabas al primer fulano que agarrabas desprevenido y le robabas lo que llevara. Ahora sabes que el Señor te observa, que debes amar a tu prójimo como a ti mismo. Antes, cuando no había comida o la indiferencia del mundo te pesaba demasiado, aspirabas pegamento y los sufrimientos desaparecían como por arte de magia. Ahora sabes que tu cuerpo es un templo del Señor, que tú  solo eres su custodio. En su Santo Nombre pones cara de mártir-mal-tallado-en-iglesia-de-pobres, mientras aguantas el ruidoso reclamo de tus tripas. Al no saber cómo salir del atolladero, tomaste una decisión.

Recuperaste la conciencia equilibrándote sobre la baranda del puente que cruza el desfiladero. Te volvió a la realidad una voz que te decía: Chinto, hijo mío. No desperdicies tu vida. Te daré otra oportunidad.
Bajaste temblando. No lo contaste a nadie, pero yo estaba allí por si resbalabas.

Esa voz, hizo nacer en ti el deseo de cambiar. A partir de ese día, no te pierdes los sermones de Josué, el señor gordo y pelón, al que la gente llama el Apóstol. Sus prédicas son como un bálsamo que alivia el dolor de vivir. Qué asombroso es escuchar que, luego de tu paso por la tierra, te espera un Paraíso diferente. Un lugar en donde no volverás a sufrir hambre, frío, tristezas o rechazos. Josué cura paralíticos, expulsa demonios, habla en una extraña lengua con el Jefe de Jefes. Tantas maravillas te han convertido en un hombre de fe. Crees con esa convicción del que nada tiene y por lo tanto nada tiene que perder. Crees con la seguridad que tiene aquel que nunca ha traspasado los linderos de la Paraíso II. Crees con la convicción que brota, como impetuoso torrente, del corazón de un carroñero, analfabeta, que deambula por el basurero. Algunas veces, ante tantos hechos inexplicables, te preguntas “¿Será que estoy vivo o será solo un sueño?” Entonces te miras al espejo, mueves la cabeza y afirmas en silencio “Estoy vivo”.

Sabes que estás vivo, porque el espejo te devuelve la imagen de un joven flaco, de mirada apagada, cabeza al rape y una santa muerte tatuada en el brazo. Sabes que existes porque los hommies te saludan y la gente “decente” te evita. Que eres de carne y hueso porque la Biutiful gime cuando le muerdes laa rosa tatuada en uno de sus pechos mientras la penetras, con un desesperado deseo, en el suelo de la covacha. Además, si no estuvieras vivo, la Biutiful no tendría que matarse trabajando para darte de comer.

El niño acababa de cumplir tres meses cuando la Biutiful te informó que volvería a las sinuosas callejuelas, a orillas del cerro, para conquistar clientes ansiosos de descargar sus deseos, en alguna de las pensiones de mala muerte que abundan allí. Era la única alternativa que les quedaba para no morirse de hambre. Con rabia apenas contenida, te dijo que tendría que volver a prostituirse a causa de la crisis de cristiandad que estaban padeciendo. Porque el padre del niño, entregado a Cristo, no quería robar, ni cobrar extorsiones y la sociedad, entregada a Cristo, al ver su pinta de pandillero temía darle trabajo. Al caer la tarde, esperas que regrese a salvo, confiado en lo que un día te dijo:

―Tranquilo mi flaco Podré entregar a otros mi cuerpo pero jamás mi corazón.

Luego de que la Biutiful se marcha, día tras día, sigues la misma maldita rutina. Levantas al Chintío de la caja de cartón, improvisada como cuna, y sosteniéndolo con un brazo, sales a tirar el periódico embarrado de mierda que le sirvió de colchón. Lo aseas con trapos que humedeces en el barril de agua turbia ubicado al final de la cuadra y si hace buen día, lo sacas a tomar el sol. A plena luz, la duda te lastima más que la herida en el pómulo, porque aunque ella asegura que es tu hijo, que con los clientes siempre lo hace con condón ¿de dónde sacaría el Chintío los ojos color de cielo si los tuyos son oscuros, como era tu alma, antes de entregarla al Salvador? Cuando tocas el tema, ella corta de tajo tus dudas:

― ¿Qué te pasa pedazo de estúpido? ¿No mirás que el muchachito sacó tus orejas?

Es cierto, el chirís las tiene grandes y despegadas. Ojalá que algún día le sirvan para remontarse por los aires y alejarse de aquí. Te consuelas recordando las palabas del Apóstol: que para el Señor todo es posible, que sus designios son inexplicables y que al igual que pasó con un tipo llamado Job, le gusta ponernos trampas para probar nuestra fe.

― ¡Ah que Dios más pícaro!  ―Reflexionas. ―Con razón dicen que fuimos hechos a su imagen y semejanza.

Hablando de pícaros… ¡Allí viene el compadre! Aunque nunca estuvo en la mara, hasta el Killer lo respeta, él les consigue las armas. Dicen que fue kaibil, que tiene contactos con los militares. Obsérvalo, aún conserva la estampa. El pelo al rape, la mirada vigilante, ese cuerpo moreno y musculoso, recuerda a un jaguar al acecho. Se dirige hacia ti. Salúdalo con el debido respeto.

El coraje te invade cuando la luz del sol ilumina tu entendimiento porque ¡El compadre tiene los ojos celestes!

― Cálmate broder. Miles de personas tienen los ojos así.

―Eso será en otro lado, pero no aquí. Acá somos descendientes de indios. Nuestros ojos son oscuros como frijoles. ―Te replicas, controlando a duras penas la rabia.

El compadre te saluda amistoso.

―Compadre, lo andaba buscando. Tengo un trabajito para usted. Había apalabrado a otro socio, pero el pobre sufrió un lamentable accidente y no creo que se reponga.

El piadoso compadre baja los ojos y se persigna. Luego de unos segundos de silencio, con los ojos humedecidos, te explica su plan.

―Se trata de abordar los autobuses que entran al asentamiento. Una vez adentro, contaremos chistes o nos echaremos una canción. La gente prefiere corridos de narcos, apréndase el del Chapo, es el que está de moda. Después, pasaremos por las filas recogiendo lo que nos quieran dar. 

Miras a todos lados, no sabes qué hacer, la tentación es mucha pero…

―Le agradezco que haya pensado en mí. Es cierto que estoy sin plata, pero no quiero caer tan bajo.

El compadre no se da por vencido.

―Si le preocupa que sus conocidos lo vean. ¿Por qué no se disfraza? Un amigo de la Paraiso I hace lo mismo. Cada semana saca suficiente lana para mantener a su familia.

Lana. Siempre te has preguntado por qué al dinero le llaman lana. ¿Será porque con él desaparece el frío de las necesidades? La lana se saca de las ovejas, el macho de las ovejas es el cordero. Tu Salvador es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. Si las ovejas huelen mal, ¿será que el Señor huele mal?

El compadre te mira con esos ojos de asesino desquiciado que hacen temblar hasta al más aguerrido de los hommies. Disimula su impaciencia tarareando: “Mi niña bonita, pedazo de cielo…” De arriba te están enviando otro mensaje. Alzas la cabeza, el cielo está más azul que nunca, ninguna nube lo cubre. Todo se aclara. Ahora que estás cubierto por la sangre de Nuestro Señor, ¿a qué puedes temerle? 

* * * * *

Pasaste días afanado con el disfraz. Ha llegado el momento de ver el resultado de tus esfuerzos. El espejo dice que te ves bien con la cara embadurnada de harina, con esa falsa sonrisa, que alarga la comisura de tus labios pintados de rojo, hasta la punta de las orejas. Te luce la peluca que improvisaste tiñendo con anilina verde aquel trapeador viejo, los pantalones cutos hechos con el mantel a cuadros que la Biutiful consiguió y esas botas cuatro tallas más grandes, uno de tus últimos hallazgos en el basurero. Sonríes pensando que, menos mal, ella no vio cuando las hundías en agua hirviendo para matar a la gusanera que devoraba los restos del propietario anterior.

Al enconrarte con el compadre, te sorprende que no esté disfrazado. Te muerdes los labios para no preguntar. Él te entrega el arma que trae en su morral y te instruye con una voz que no admite reparos.

―Escóndala. La llevamos por si acaso. La gente es egoísta compadre. Se portan indiferentes a las necesidades ajenas. A veces hay que presionar un poco para que colaboren.

Esperan en una esquina con las paredes grafiteadas, el Compadre señala unos símbolos.

―Mire, qué bueno está ese.

“La vida es una barca. Calderón de la mierda.”

Ni idea tienes de lo que dice, pero sonríes mostrando los agujeros en tu carcomida dentadura. El estruendo que provoca un destartalado autobús, que cruza la esquina, suspende la conversación. Su motor sufre un incontenible ataque de asma tras haber subido la cuesta, cada cinco metros lanza apestosos retumbos al tiempo que expulsa una cortina de humo. ¿Será otra señal?
Vuelves a la realidad cuando te sacuden el brazo.

― ¡Compadre! ¿Qué pasa? No se ahueve. ¡Súbase rápido!

Estás sudando. Afuera te espera otro mundo. ¿Será tan hostil como la gente dice? Algo huele mal. Ignoras si es el diésel quemado, la hediondez de los pasajeros, el tufo que emana de tu miedo o que el Cordero está cerca.
Antes de subir la última grada vuelves a preguntarte si deberías estar allí. Es un día hermoso, ideal para sacar al Chintío a asolear. Ojalá que no se despierte. Ojalá regreses antes de que la Biutiful vuelva. Ojalá que ella vuelva, porque dicen que unos desgraciados están matando a las mujeres de la calle.

Se sientan en la primera banca. El bus está casi lleno. El compadre, con una máscara del hombre araña, que ni idea tienes de dónde la sacó, te da un empujón. Se colocan en medio del pasillo, esforzándose por sostener el equilibrio. Él susurra a tus espaldas:

―Apúnteles con el cuete. No se apene, está descargado. Yo me encargo del discurso.

“Damas y caballeros, niños, niñas y etcéteras. Les ruego su atención. Somos Pistolita y Arañita, sus payasos asaltantes. Por favor, sean tan gentiles de entregarnos carteras, celulares, relojes y cualquier joyita que traigan…”

Ni cuenta te diste del fogonazo que salió del fondo. Tus rodillas dejan de sostenerte cuando la bala alcanza tu pecho. En lugar de dolor experimentas la extraña sensación de que te están desconectando, comienza en los brazos, siguen las piernas, antes de que la última neurona apague sus circuitos, recuerdas que en la clica decían: “Sabrás que el momento ha llegado, cuando tu vida desfile ante tus ojos.” Tu caso es patético, apenas procesas borrosas instantáneas: Seres parecidos a renacuajos nadando vigorosamente en un líquido amarillento y espeso; una mujer, que luce ridícula, acomodando sus lonjas en un micro vestido; el Cadejo ahuyentando intrusos en el basurero; el Killer con sus trece lágrimas; la Biutiful con la rosa tatuada en la chiche; los ojos color de cielo del Chintío; el compadre con los mismos pinches ojos; un destartalado autobús, pintado como refresco de naranja; el hombre araña inclinado sobre ti.

Llegó el momento de presentarme.

―Hola Chinto. Me llamaste y aquí estoy. Te advertí que las palabras tienen poder. ¿Cómo es posible que a los diecisiete años, dijeras que habías vivido demasiado? Varias veces te escapaste, yo soy paciente. Sabía que, tarde o temprano, llegaría el día cuando te haría mío.

El Killer se acerca con la humeante Walther dirigida a tus ojos. Al reconocerte, apenas disimula la sorpresa.

― ¡Chinto! Estúpido hijo de puta. ¿Qué hacías disfrazado de payaso y asaltando esta mierda?

Tus ojos están abiertos pero ya no lo miras. El Killer libera la tensión vaciándote el resto del cargador. El chofer detiene el bus. La gente baja presurosa. Un cobarde desquita su rabia lanzándote puntapiés. El riachuelo rojo, que brota de tu cuerpo se desliza por las gradas.

Los pasajeros se han esfumado cuando un policía moreno, panzón y con la camisa empapada de sudor, se acerca caminando con flojera. El Killer, con unos lentes oscuros que ocultan las trece lágrimas y el compadre, que dejó de ser superhéroe, lo saludan.

―Comandante, este sujeto estaba asaltando a los pasajeros. Un desconocido le disparó, luego escapó por la puerta de atrás.

― ¿Alguno de ustedes conocía al occiso?

―Imposible saberlo jefe, mire cómo le desfiguraron la cara.

―Gracias muchachos. Les sugiero que se marchen, para que no los involucren en esto. Vayan con cuidado. Hay mucha gente peligrosa por acá.
Apenas desaparecen de la vista del policía, el Killer saca un billete de a cien y se lo entrega al compadre.
― Gracias broder. Así entenderá, esta partida de cerotes, que nadie puede salirse cuando se le de la gana.

Un par de velas y algunas oraciones, dichas con más prisa que devoción, acompañan el debut y despedida del occiso-payaso que perdió la cabellera en su primer combate.

A media tarde llega el pick-up de la morgue. Antes de meter el cadáver en una oscura bolsa de plástico, enfrentan a una bulliciosa nube de enormes moscas verdes. Minutos después, el pick-up se detiene al otro lado de la colina.

― ¡A la una…a las dos… y a las tres!

La bolsa vuela por los aires. Apenas la bolsa cae al basurero, el Cadejo se acerca y la desgarra. Se detiene un momento, parece sorprendido, olfatea, acerca el ojo bueno y mueve la cola al reconocer a su cena.

* * * * *

Son casi las seis. Una mujer morena, de voluptuoso cuerpo apenas cubierto por un ajustado vestido color rosa, baja de un autobús. Regresa sonriente. Un cliente pagó extra por hacerlo sin condón. El dinero le alcanzó para comprar seis huevos, un cuarto de pollo frito, dos compotas para el Chintío y un par de octavos de licor. Camina contoneando el trasero y equilibrándose sobre unos inmensos tacones. En la tienda de la esquina, el compadre cervecea con el policía que atendió el payasi-cidio. Al verla le lanza su más inspirado piropo.

―Mamita rica, no sea ingrata. Uno muriéndose de hambre y usted exhibiendo ese banquetazo.

Ella se voltea. Levanta el culo y le responde con la mirada revestida de deseo.

― ¡Ay compadre! Ya me puso nerviosa. Si se le ofrece, ya sabe en dónde encontrarme.

Otra perra, solo que esquelética y coja, atraviesa en ese momento la calle. La despistada, mueve la cola, feliz porque lleva en el hocico una improvisada peluca verde manchada de rojo. En un abrir y cerrar de ojos, la felicidad se transforma en un desafinado concierto de aullidos cuando un adolescente, flaco y de pelo al rape, la pasa atropellando. El tipo trastrabilla, cae, se levanta y huye perseguido por unos gritos de mujer.

― ¡Auxilio! Agarren a ese maldito, me robó la cartera.

El policía se seca el sudor y evalúa el escenario con ojos expertos. Le dará un infarto si intenta alcanzar a ese muchacho que corre como gacela y ni pensar en dispararle, le descontarían las balas de su mísero salario. La mujer parece trabajadora de maquila, no es quincena, tampoco fin de mes, en la bolsa llevará pocas cosas de valor. Además, una cerveza vale la pena, cuando es regalada y está bien fría. Con indiferencia empina la botella.

―Salud compadre. Gracias por la invitación. Qué buena se ve esa puta. ¿Ya pasó por sus armas?

―Claro mi comandante. Es la Biutiful. Le voy  dar un tip. Si la ve de buenas, por veinte pesos más, lo hace sin condón.

Tres cervezas después, unos alaridos sobresaltan al vecindario.

* * * * *

Horas antes, cerca del mediodía, la bulliciosa nube de enormes moscas verdes, logró introducirse entre las láminas y atraídas por el olor a mierda, volaron hacia una caja de cartón. Las más atrevidas se posaron sobre unos apagados ojos color de cielo, que habían quedado fijos en el techo.

Bienvenidos al Paraíso II.

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