domingo, 8 de mayo de 2016

Torre de Tribunales


Por fin sale el sol. No dormí bien. Me siento nervioso, con temor.  A las ocho tengo que atestiguar, en un juicio por lavado de dinero, en la Torre de Tribunales.

El taxi nos dejó cerca de la entrada, me acompaña Ubaldo, la persona que me ha estado asesorando para dar mi declaración. Creo que este Ubaldo erró la profesión, parece coach de equipo deportivo, no para de animarme, de decir que sí puedo lograrlo. Me muerdo lo labios, quisiera aclararle que me está alterando los nervios.

El abogado no ha llegado y no contesta el teléfono. Falta más de una hora para la audiencia. Le digo a Ubaldo que vayamos a tomar un café. Creo que escogimos mal el lugar. Es pequeño, con mesas y sillas de pino rústico. Se nos acerca una niña que apenas llegará a los quince años y con, por lo menos, siete meses de embarazo. Nos dice que hay huevos revueltos y a la ranchera, con frijoles y plátanos. Le decimos que solo queremos café (por no decir que queremos salir corriendo). Al lado nuestro, unos guardias de presidios comen en silencio, sus armas están recostadas contra la pared. Hago unos rápidos cálculos y concluyo que, si nos agarra un temblor de seis grados, terminaré con un par de láminas sobre la cabeza y un par de tiros en las piernas.

Pagamos y nos dirigimos a la garita de entrada. No permiten que Ubaldo ingrese la computadora. El taxista se ha marchado, tenemos que llamarlo para que vuelva y nos la guarde. No hay problema, es alguien conocido.

El abogado nos envió un mensaje por whatsapp para que nos juntemos en el décimo nivel. Quisiera largarme, siento que me está utilizando, que no tiene otra cosa que exponer como prueba. Decidí que me limitaré a decir los hechos que están en el informe, que se emitieron cheques a nombre de los acusados y que los acusados no eran ni empleados, ni proveedores de la empresa. Será problema de los abogados si logran usar eso para su caso.

Tomar los ascensores es un suplicio. Hicimos cola más de quince minutos. Por fin logramos subirnos a uno. Pobres las mujeres que pasan por esto a diario. Veo cómo los hombres las arrinconan contra las paredes del ascensor con total descaro.

En el décimo nos dicen que la audiencia será en el séptimo, pero que debo dejarles mi DPI. También nos dicen que nos apuremos, porque la audiencia está por comenzar. Preferimos bajar las gradas.

La audiencia no ha comenzado. Tenemos que esperar en el corredor. Me presentan al representante de la empresa que entabló el juicio. El tipo me cae mal desde el inicio, es lo que llamamos acá un “come-mierda”. Le pregunto cuál es su expectativa de eso y me dice que no les interesa recuperar el dinero, que el director financiero de la empresa quiere que manden a los acusados a prisión. Recuerdo que en nuestro informe, era obvia la negligencia de la empresa al no contar con controles suficientes y que eso permitió el fraude. Ahora resulta que ese director financiero, el responsable de no haber controlado nada, evadirá su responsabilidad a cambio de enviar a la cárcel a este par de acusados, cuyo pecado fue haber servido de instrumentos para el robo del dinero.  El que aprovechó los frutos del desfalco, el contador que libremente sacaba dinero de la empresa, sin que nadie se diera cuenta, sigue prófugo. No estará en el banquillo de los acusados.

En las bancas de al lado están los dos detenidos. Siento tristeza por el señor, casi un anciano, al que acusan de haber lavado casi un millón. Se dedicaba a taxista, su pecado fue, que el dinero pasó por su cuenta bancaria. Es obvio que lo utilizaron. Una mujer, llorando, toma sus manos engrilletadas. Le llevó un termo con café. Siento congoja al ver sus caras de preocupación, el abandono en que se encuentran. Me pregunto si seré parte del sistema que lo enviará, a prisión, por lo menos diez años.

Pasan los tres jueces, luego nos ordenan ingresar. El sitio es como se ve en las películas. Los jueces, con sus togas negro zopilote, en un área más elevada. Abajo, al lado, la secretaria que está tomando notas. Me asombra cómo esa mujer, que al menos tendrá cuarenta años y con el pelo teñido de pelirrojo, logró meterse en ese vestido verde tan ajustado. Pero me asombra más, que no se haya visto en un espejo. Su aspecto es patético. La tela resalta sus lonjas. Enfrente de los jueces el sitio de los testigos. A la derecha los abogados de la fiscalía y de la acusación. Al otro lado, los acusados con sus abogados.

Al viejo taxista lo asiste un abogado de la defensa pública. Cuando se identifica, indica que lo nombraron hoy, hace dos horas, para atender el caso. ¿Qué podrá haber hecho, ese jovencito con cara de recién graduado, para en dos horas, leer un expediente de más de mil quinientas hojas? Ni siquiera lo vi hablando con el anciano cuando esperábamos afuera. Esta situación es más patética que la del vestido verde.

Piden a los testigos que nos retiremos mientras la acusación y la defensa presentan sus argumentos. Tres personas salimos, dos testigos de la señora que también está acusada y yo. Ellos ignoran quién soy, les cuento mi papel y en un arranque de sinceridad, les digo que me disculpen, que yo solo informaré lo que encontramos, que no estoy señalando a nadie de ningún ilícito. Ellos me cuentan su versión. Percibo que dicen la verdad. Me conmueve escuchar al esposo, diciéndo que él debería ser el acusado, que él sin querer, la involucró. También me afecta escuchar cómo la fueron a capturar a su casa cuando estaba embarazada y que estuvo a punto de perder a su bebé. Me siento desesperado, quisiera salir corriendo, no me gusta ser parte de esto.

Me han llamado a atestiguar. Intento controlar mis nervios (es primera vez que me toca hacer esto), me entrenaron por más de veinte horas, no puedo fallar. Estoy viviendo un conflicto interior, no estoy de acuerdo con estar acá, con que me usen para condenar a este par de personas. Le pido a Dios que me ilumine para decir las palabras justas, que pueda enfocarme en los hechos de nuestro informe sin emitir juicios.

Terminé de atestiguar, estuve adentro casi dos horas, Salí con la camisa empapada de sudor y con mi DPI. Creo que lo pude haber hecho mejor. Al principio me enredé, menos mal el juez fue benevolente y me permitió rectificar. La parte que  mejor manejé, fue cuando mostré la evidencia.  El abogado defensor de la señora hizo preguntas enfocadas a desligar a su clienta, detecté su estrategia y, por qué no decirlo, la apoye de manera solapada. El abogadillo del anciano taxista hizo un intento heroico para desvirtuar mi testimonio. Fue un momento difícil, detecté la treta y no me dejé enredar. El insistía en repetir la pregunta y yo contestaba lo mismo. Cuando el abogado recurrió al juez para decirle que  me obligara a contestar. El juez lo ubicó y le dijo que, a su criterio, yo había contestado. Otra vez el juez fue benevolente conmigo, creo que trasmití una imagen profesional, que inspiré confianza. ¡Algunas veces importan tanto las apariencias!

La audiencia terminó. Ubaldo, que se quedó perdido entre el público, salió y dijo que lo hice bien, que la sentencia fue condenatoria. Las palmadas que me da en la espalda, los siento como azotes. No me gusta el lugar, no me gusta cómo se manejan allí las cosas, no me gusta que no todos tengan la misma oportunidad de defenderse y que la justicia se inclina por el más fuerte.

Llegué a casa agotado. Fue mucho el esfuerzo físico, pero fue más el emocional. Necesitaba un trago, la verdad… fue más de uno. Casi me acabé la botella de etiqueta negra. Sé que así no arreglé nada, pero quise adormecer mi conciencia para que no me atormenten las pesadillas de ver, a aquel anciano taxista, pasando sus últimos días detrás de las rejas.

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