lunes, 30 de mayo de 2016

EL CALLEJÓN DE LOS DOLORES


No me gusta mentirle a Isabel pero, en ocasiones, el fin justifica los medios. Estaba seguro que, si le contaba a dónde iríamos con Dany, no nos dejaría salir de la casa.  Ella no olvida aquella noche, cuando al calor de unos tequilas, se me escapó la historia.  No la culpo. Es frustrante luchar contra un recuerdo, competir contra alguien que jamás envejecerá y que ha quedado idealizada en la memoria.

Tenía años de no venir por aquí. La última vez fue cuando murió la hermana de mi madre, una espigada anciana que jamás expresaba sentimientos y que nunca se casó. Meses después vendí la casa, asumí un nuevo papel en la vida y sepulté a aquel niño, que en la flor de la adolescencia, conoció el amor en una muchachita de grandes ojos cafés.

A principios de los sesentas, mamá invirtió sus ahorros y solicitó un préstamo para comprar una derruida casa de principios de siglo, justo detrás de la facultad de medicina.  En la parte que daba a la avenida, abrió una pequeña despensa. Allí vendíamos ropa interior (para damas, caballeros y niños), cosméticos, artículos de higiene personal, útiles escolares y regalos (para toda ocasión). Desde los nueve años, por las tardes, me convertí en “subgerente” de la despensa. Mientras mamá atendía cosas de la casa, yo hacía mis tareas sentado en un banco de madera y con mis cuadernos sobre el mostrador. Me esforzaba por atender a los clientes sin solicitar la ayuda de mamá y me concentraba en no equivocarme al cobrar.

Una tarde, cuando tendría unos diez años, me tomaron desprevenido tres bulliciosas adolescentes. He olvidado el aspecto de dos de ellas, en mi memoria solo quedó grabada la imagen de la chica alta y delgada, cuyo cuerpo comenzaba a mostrar las redondeces que atraen a los hombres y que resaltaban debajo de la blusa blanca y la falda de paletones azul, de su uniforme.  Su piel era tersa y sonrosada, al sonreír mostraba una dentadura perfecta, su dorada cabellera llegaba a los hombros, pero su rasgo distintivo eran los grandes y luminosos ojos cafés.  ¿Para qué voy a negarlo? Fue un amor a primera vista, alimentado por el beso en la mejilla y las dulces palabras que me dirigió al despedirse:

̶  Adiós guapito.

Desde aquel día y por más de cinco años, esperé ansioso su paso frente de la despensa. Con el paso de los meses se convirtió en una bella joven, rebosante de vida. Descubrí que vivía a la vuelta, en el callejón, en una de esas viejas casas hechas de adobe, que solo de milagro se mantenían de pie. Cuando tenía doce años, cerraron la cuadra para celebrar los quince de mi adorada, con los ojos llenos de lágrimas escuché la algarabía. Me dolía no haber sido invitado pero, por otro lado, comprendía que para ella yo solo era el guapito de la tienda de la esquina, ¿qué chica de quince años se fijaría en un niño de doce?  Tenía quince cuando ella dejó de pasar por las tardes. Supongo que había comenzado a trabajar. Alguna vez la vi pasar, pero no me reconoció,  yo ya no era el guapito al que ella encantó un lustro atrás.

Entré a la facultad de medicina en mil novecientos setenta y tres. Desde niño anhelé ser médico y mamá me apoyó para perseguir mi sueño. En la madrugada de cuatro de febrero de mil novecientos setenta y seis dormitaba en el Hospital General, a dos cuadras de mi casa, cuando sentí una violenta agitación de la tierra, escuché el estruendo de los vidrios que estallaban y de algunos muros que se derrumbaban. Con la angustia oprimiendo mi pecho, comprendí que no era uno de esos temblores, que con regularidad nos sobresaltaban. Mis primeros pensamientos fueron hacia mamá, que dormía sola en nuestra vieja casa. Rompiendo los protocolos, escapé del hospital para ir a buscarla.

Por fortuna, la casa seguía en pie, mamá no había sufrido ningún daño, pero nuestro callejón estaba irreconocible. Una espesa nube polvo impedía ver más allá de unos pocos metros. Con el corazón a punto de salírseme del pecho, eché a correr. Mis temores resultaron acertados. La casa de la muchachita de los grandes ojos cafés se había desplomado, un silencio aterrador y el aullido de los perros era lo único que alcancé a escuchar. Como loco comencé a apartar pedazos de adobe y madera sin saber con exactitud dónde o a quien buscar. En cuestión de minutos, otras personas se unieron a mis esfuerzos. Cuando el sol comenzó a iluminarnos, habíamos rescatado cuatro cadáveres, uno era el de ella. Murió con un bebé en brazos. Nunca sabré si era su hijo o algún hermanito.

La semana pasada se cumplieron treinta y tres años de aquella tragedia. Tal vez por eso la soñé y me nació el deseo de regresar al barrio, a este callejón que tantos dolores trae a mis recuerdos.

Hace veinte conocí a Isabel, una preciosa chiquilla de grandes ojos cafés que tres años después se convirtió en mi esposa. Dany es el fruto de nuestro amor. Hoy tiene diez años, la misma edad que yo tenía cuando la conocí. ¿Saben una cosa? Jamás supe cómo se llamaba el primer amor de mi vida.

De pronto me jalaron el brazo. Entonces reparé que, a causa de mis divagaciones, había olvidado que Dany iba conmigo.

̶ Papi, tengo hambre. ¿A qué hora regresaremos a la casa?

Con un nudo en la garganta y los ojos a punto de desbordárseme, le respondí.

̶  Perdóname guapito. Vamos a buscar a mami.

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