No
me abandones. Por favor no me abandones. No sé qué haré sin ti. Sabes lo
importante que eres en esta fría oscuridad que va devorando lo poco que queda
de mí, que si dejas de alumbrarme, perderé las ganas de seguir luchando. No
siento las piernas, tengo la boca seca, ya ni siquiera tengo fuerzas para
oprimir tus teclas y enviar otro “si”, en respuesta a aquel mensaje que viene
de arriba en cada eternidad: “¿Estás viva?”
Cada
vez hay menos aire, el silencio y la soledad son insoportables. Con el paso de
las horas, voy perdiendo la esperanza de que lograrán sacarme de esta tumba.
Luis,
echaré de menos tu soñadora mirada que me hechizó, tus dulces palabras que
derribaron el muro, que los consejos de mi madre habían levantado. Me entregué a
ti y no me arrepiento. A dónde sea que el destino me lleve le diré al hijo tuyo,
que llevo dentro, que es el fruto del amor.
¡Mamá!
Hubiera querido darle un último abrazo. Pedirle perdón por no haber sido la
hija que usted soñó. Me arrepiento de haber sido malcriada, tan desagradecida a
todos sus esfuerzos. Las chicas de diecisiete años nos comportamos así. Muy
tarde comprendo lo equivocada que estaba. Me siento tan sola. ¡Tengo miedo
mamá!
Mis
ojos se han secado de tanto llorar, solo deseo dormir.
La
pantalla mostró un débil destello: “¿Estás viva?” No se recibió respuesta. Veinte metros abajo, la
flor y su capullo, se habían marchitado.
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