domingo, 8 de mayo de 2016

REMOLINOS EN EL CAPUCHINO


― ¡Maldita lluvia!

El violento chubasco impedía correr, el frío -que calaba hasta el alma-  te invitaba a permanecer en tu cuarto, a abrigarte de recuerdos, a compartir con tu soledad.  Pudiste haberlo hecho en otra ocasión, pero no hoy. Esta noche era especial. Luego de cinco años de espera, por fin recibiste la carta que tanto ansiabas y querías estar rodeado de gente para leerla.

Horas antes, tu corazón casi se detuvo cuando, un viejo amigo de tu anterior trabajo, te hizo llegar el sobre. Ibas a abrirlo pero una voz interior, te alertó:

“Tómate un tiempo. No te hagas ilusiones. Pueden ser malas noticias.”

Empapado, perseguido por la oscuridad y con la paciencia al límite, llegaste al café de la esquina en donde te esperaba la mesa de siempre. Mientras te quitabas el abrigo, se acercó el mesero de siempre. Las palabras sobraban tras diez años de frecuentar el lugar, asentiste con la cabeza y cinco minutos después, tenías enfrente el capuchino con leche descremada de siempre.

El escenario estaba preparado. Había llegado el momento. Frotaste tus manos y sacaste, de debajo de tu camisa, el sobre que habías protegido de la lluvia. Luego de rasgar el borde con firmeza, fijaste tus pupilas en el papel, un gesto de decepción invadió tu rostro.

“Lamento informarte que el cachorro murió”

Incrédulo ante lo que mirabas, sacudiste el sobre con la esperanza de que así, cayeran otras letras que, tal vez, se habían desprendido en el largo trayecto hasta Guate-la-mala. Nada.

Sentías las incomodas miradas de los ocupantes de las mesas vecinas, algunos sonreían observando tus estúpidos gestos. No estabas dispuesto a hacer el ridículo. Dejaste el sobre sobre la mesa y recompusiste tu máscara de indiferencia. Para liberar la tensión, inspiraste profundo y cual si fueras un torero clavando la espada, introdujiste lentamente la cucharilla entre la espuma del capuchino y la giraste hasta que un diminuto tornado se formó en la copa. En aquel momento tus oídos percibieron algo. Los melancólicos acordes de un bandoneón se abrían paso entre el bullicio del lugar: “Nostalgia”. Una taciturna sonrisa suavizó la rigidez de tu rostro.

―Claudia.  Divina Claudia.

Cerraste los ojos para visualizar a aquella belleza de inmensos ojos cafés, anegados por el llanto, aferrada al cachorro y diciéndote adiós. En tu memoria había quedado grabado cada detalle de la despedida: El círculo dorado que se dirigía al lugar en dónde lo devorarían los nubarrones. Un avejentado taxista, con aspecto de rockero en desgracia, maldiciendo mientras consultaba el reloj. La borrosa silueta de un carro de bomberos que pasaba con su sirena abierta. La inmensa rata gris, que segundos después desaparecería en la alcantarilla. Intrascendentes detalles de todos los colores, olores y tamaños. Atesorabas todos, menos el más importante, ¿en dónde estabas? ¿Por qué no aparecías en ningún recuadro de aquella vieja película? Con el paso del tiempo, te habías convencido que, aquella rata inmunda, eras tú despojado de tu revestimiento humano. Tú, el desgraciado que jugó con sus sentimientos, para después abandonarla como se abandona a la cobija que te dio su calor cuando desfallecías de frío. Tú, el cobarde que prefirió voltearle la espalda, y que pretextando tus responsabilidades, regresaste a tu existencia de autómata y a seguir revolcándose en la repugnante cloaca que llamabas tu país.

Tu mano se cerró sobre el mensaje. Aunque la hoja protestó crujiendo, era demasiado tarde. El daño causado era irreparable. Profundas grietas atravesaban el sexteto de palabras; algunas, las más frágiles, comenzaban a diluirse a causa de una furtiva lágrima que se impregnaba en el papel. Inmóvil, impotente, impasible, observabas lo que sucedía.

Al levantar la tapa de la caja de Pandora de tu memoria, los recuerdos de aquella mañana te abrumaron. Te veías, vagando sin rumbo, esforzándote por conocer lo más que pudieras de ese Buenos Aires al que difícilmente regresarías luego de concluir el seminario,

Caminabas distraído, quien sabe dónde y al atravesar una esquina, aquella mujer te estaba esperando. ¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Cómo se ganaba la vida? Preguntas que se perdieron en la inmensidad de sus luminosos ojos cafés.  Dijo llamarse Claudia, y al percibir tu aire de viajero despistado, se ofreció a servirte de guía.

―En estos días hay poco trabajo. La represión ahuyenta a los turistas.

Aseguró para justificar su arrebato.

Por la tarde, hicieron el amor y a ti, que llevabas más de una década reprimiendo tus desdichas y frustraciones, aquel encuentro te llevó a descubrir la diferencia entre pasión y monotonía. Estaba escrito que, en Buenos Aires, entre besos, gemidos y estridentes reclamos de una cama desajustada, experimentarías por primera vez lo que en realidad era hacer el amor. A la mañana siguiente, mientras estrechabas el menudo cuerpo de Claudia acurrucado junto al tuyo, una angustia -similar a la que se respiraba en tu tierra- te invadió. No era el temor de caer bajo las ráfagas de plomo dedicadas a los enemigos del régimen. Era el temor de que, en once días, se esfumaría esa efímera felicidad, que tan esquiva se había mostrado en tu existencia. Ante lo inevitable, te lanzaste a extraer la esencia de las veinticuatro horas de cada día, de los sesenta minutos de cada hora y de los sesenta segundos de cada minuto que estarías a su lado. ¿Qué si hubo tiempo para algo más que el sexo? Claro, el sexo no era lo prioritario en esa desesperada carrera contra el tiempo. Se convirtió en el complemento perfecto a la necesidad de compañía que anhelaban aquellas mutuas soledades.

Los detalles de aquellos días, adquieren los matices de un lienzo de Monet.

Aquellos puntos blancos, negros y cafés, que se mueven con pasos vacilantes a tus pies, ¿son las palomas que alimentaron en el atrio de ese viejo templo cuyo nombre habías olvidado?

El sabor a tabaco y café impregnado en tu paladar, ¿es de los besos que se dieron, luego de pasar todo un día discutiendo sobre Rayuela, la Maga y si el orden de los factores altera o no el producto, para concluir que una vida no alcanzaría para ponerse de acuerdo?

Los cánticos que retumban en tu cabeza, aquella masa de rostros imprecisos, ¿son los fans en la Bombonera entregados a la demencia colectiva de adorar a un nuevo dios de gambeta prodigiosa apellidado Maradona?

Este desaliento que arrastras desde entonces, ¿es el que te invadía al ir construyendo un sendero de cruces en el calendario sabiendo que irremediablemente te conduciría al calvario de tu partida?

Ese insomnio acompañado de su séquito de lamentaciones, ¿es el que te acompañaba aquellas noches cuando te esforzabas por encajar las piezas del absurdo rompecabezas de tu vida?

Y el tenebroso laberinto, cuyos vericuetos sabes de memoria, ¿es el mismo que recorrías cuando evaluabas las opciones más descabelladas y que te llevaban siempre a la misma conclusión? Que esta desconocida, que tu corazón decía conocer desde el inicio de los tiempos, era una pieza que jamás encajaría en tu existencia. Porque tú no pertenecías a aquel lugar, tú debías regresar a Guate-la-mala, al trabajo que te arrebataba la cordura y a los indiferentes abrazos de la mujer que te esperaba para seguir desgraciándote la vida.

Claudia jamás te pidió nada. Su risa cantarina no alcazaba a ocultar la angustia que más de una vez leíste en sus ojos y que trasmitía un silencioso mensaje de auxilio. El último día, compraron el cachorro. Era un caniche blanco que inspiraba un incontrolable deseo de acurrucarlo entre los brazos. 

―Le pondré Pepe, se llamará como su padre ―dijo ella.

Su desolada mirada había perdido el calor, su cuerpo temblaba. No supiste interpretarlo, pero sus últimas palabras trasmitían un abierto reproche a quien estaba por abandonarles.

Sabías que sobrevolaban Guate-la-mala cuando por la ventanilla observaste aquellas enormes cordilleras, cubiertas de mullidas alfombras, que lanzaban reflejos esmeraldas. Te estremeciste al recordar que allá abajo, una infatigable legión de depredadores,  se afanaban en abonar esa bendita tierra con sangre de inocentes. Te volviste a colocar la venda que te impediría ver, oír o decir la verdad, para asumir de nuevo tu puesto de jefe del departamento de información del Gobierno.

Dos años después, tu compañera se marchó “para rehacer su vida”. Lo más gentil, en su nota de despedida, fueron sus deseos de que te pudrieras en el infierno, sin que ella imaginara, que en realidad te estaba sacando de allí. En menos de tres días, vendiste lo poco de valor que te quedaba, tu viejo escarabajo, el estéreo, la preciada colección de acetatos de the Beatles, the Rolling Stones, the Who y the Doors. El segundo lunes de abril nadie ocupó tu escritorio, nadie supo dar razón de ti.

De vuelta en Buenos Aires, dedicaste más de un mes a visitar los lugares que habían recorrido juntos. En vano la describiste a cada mesero, a cada conductor de taxi, incluso a los vagabundos que se cruzaban en tu camino. Al borde de la locura, llegaste a pensar que aquella aventura había sido otra jugarreta de tu mente. Que Claudia, al igual que muchos dioses venerados por los hombres, había sido sólo un fruto de la imaginación. Una fantasía creada para llenar tu vacío existencial.

Cargando la derrota sobre tus fatigados hombros, regresaste a la tierra que te vio nacer, aceptaste el trabajo de vocero en otra intrascendente institución del Gobierno y te precipitaste a un abismo que te llevó a perder la dignidad, los amigos, hasta el valor de usar aquel revólver que guardabas en la cómoda.

Entonces llegó la nota que hizo sangrar aquella herida que jamás había cicatrizado.

Acariciaste la ajada hoja de papel mientras movías los labios en silencio.

¿Qué será de ella? ¿Habrá encontrado la felicidad en brazos de otro? O te habrá escrito con la excusa la muerte del cachorro, cuando el verdadero significado del mensaje era:

―Pepe, estoy desesperada y sola, ¡te necesito!

No. De ser así habría puesto una dirección, un teléfono. Recuerdas en dónde estás y levantas la vista. El local está lleno de parroquianos, muchos son consuetudinarios como tú. Pero tú no conoces a nadie. Nadie ha penetrado la muralla levantada por este hombre delgado, de temblorosas manos y melancólica mirada, que sentado en la mesa pegada al ventanal de la esquina, pierde su mirada en la oscuridad de la calle, fuma cigarrillo tras cigarrillo y provoca con una rabia apenas reprimida remolinos en su capuchino. Al no tener con quién compartir tus angustias, otra oleada de oscuros pensamientos te invade.

“Tenés razón. La noticia del cachorro era un pretexto. Pero no el que anhelabas. En realidad la nota es una esquela. El réquiem para una relación de doce días, que solo echó raíces en tu desolado corazón.”

Suspiras hondo. Tu mirada adquiere un brillo extraño.

“Tal vez al día siguiente ella vendió al perro. Tal vez cinco años y decenas de hombres después, recordó a aquel idiota que visitó Buenos Aires y que se marchó con la ilusión de volverla a ver. Tal vez, durante la fugacidad de un segundo, sintió lástima por haber jugado así con sus sentimientos, decidió cerrar el círculo que había quedado abierto y redactó esa estúpida nota. ¡Despertá imbécil! El cachorro es solo la imagen de un amor que jamás llegó a madurar.”

― ¡Maldita!

Tu frustración se vuelca sobre el arrugado mensaje. En segundos la mesa se llena de pequeños fragmentos de papel. La angustia que has aprisionado por años, escapa con la siguiente exhalación. Por fin la estás expulsando de tu vida y esta vez será para siempre.

―Sí, para siempre, porque con esos pedazos de papel, que desaparecen en el bote de basura, se esfuma la última razón que me ataba al mundo. Dos cuadras me separan de la pensión, a la que ahora llamo mi hogar. Bastará con que suba las gradas, camine a la cómoda, saque el revólver y…

Te pones de pie, levantas la mano y la agitas. Nadie contesta. Nadie imagina que es tu último adiós. Te diriges a la puerta principal, pero a medio camino cambias de opinión. Si tomas la puerta lateral, caminarás más y a cambio, llegarás más seco.

―No es lo mismo morir mojado que empapado. ―Razonas con ironía.

Al salir, chocas con un tipo, que ni siquiera se disculpa por el atropello. Habrás recorrido treinta metros, cuando el hábito de años, te lleva a palpar un espacio vacío en el bolsillo.

― ¡Mierda! Dejé la cajetilla en la mesa.

Vacilas, no sabes si terminar lo que estás empezando o darle un último chance a tu vicio.  Te decides por el cigarrillo. Frunces los ojos para penetrar la cortina de agua. No hay luz en la esquina. El kiosco está cerrado.

―Qué importa un par de minutos más

Murmuras mientras vuelves sobre tus pasos con la esperanza de recuperar la cajetilla.

Que ajeno estabas de que, segundos después de tu partida, una muchacha de cuerpo menudo, con el cabello castaño empapado y grandes ojos cafés, había atravesado la puerta principal del lugar. Que esa muchacha, de exótico acento, se sentó en la mesa de la esquina, la que acababa de quedar desocupada, ordenó un capuchino con leche descremada y ocultó la cara detrás de sus manos.

Que ajeno estabas de que alguien aguardaba el desenlace de esta historia, resguardado bajo un alfeizar, sonriendo burlón y jugueteando con tu cajetilla de cigarrillos.

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