lunes, 9 de mayo de 2016

LA MERCED


Una larga fila, formada por mujeres maduras vestidas de negro, hombres de ceñudos semblantes y jovencitas de gesto recatado, comenzaba en el atrio de la iglesia y llegaba hasta el confesionario. En otro momento, él se hubiera retirado, o dejado el asunto para el día siguiente, pero era Jueves Santo, así que se ubicó al final, procurando protegerse del sol del mediodía.

La  fila parecía una zigzagueante serpiente, arrasándose lentamente por la explanada de piedra que rodeaba a aquella iglesia edificada en la época colonial. Era una antigua construcción con gruesas paredes oscurecidas por el humo de las candelas y descascarados retablos en donde mostraban imágenes con cara de estar sufriendo un tremendo retorcijón de tripas.

“Acúsome padre que he pecado” ¿Es eso lo que debe decirse luego del “Ave María sin pecado concebida”? En teoría, él debía saberlo. El gran pecado conceptual, la sombrilla de todos los pecados, era que él, a sus cincuenta años y luego de cuarenta de haber recibido la primera comunión, ignoraba el significado de la palabra pecar. Toda su vida había cumplido las reglas, respetó a su padre y a su madre, fue fiel -de pensamiento, palabra y obra- a la mujer que Dios le concedió por esposa, educó a sus hijos en la fe cristiana, honró sus deudas, jamás tomó nada ajeno, no blasfemó, daba limosna a los pobres, amó a su prójimo y puso la mejilla izquierda cuando le habían abofeteado la derecha. En otras palabras, aprovechó su visita a la tierra, para no dejar escapar la vida eterna.  

Tal vez no era el caso de la provocativa mujer que iba dos lugares delante, o del mal encarado hombre que le antecedía, un tipo con un inmenso sombrero, gruesas cadenas de oro al cuello y la muerte reflejada en la mirada a quien, sin disimulo, vigilaban cuatro custodios morenos, con el pelo cortado al rape, botas puntiagudas y jeans. Ni siquiera esos malos pensamientos cruzaban por su mente.

Tomás, así se llamaba nuestro personaje, llevaba más de media hora en la fila y consultó por primera vez el reloj. Le preocupaba haber dejado sola a su Beatriz y no era porque fuera a pasarle algo. Digamos que ella se encontraba ahora, más allá del bien y del mal. Le preocupaba que durante su ausencia, llegara alguno de sus dos hijos con sus familias, como ocurría todos los Jueves Santos, para comer bacalao a la vizcaína y molletes. Beatriz no podría abrirles la puerta. Tendrían que esperar afuera. La casa, y todo lo que estaba dentro, todavía no estaba presentable.

Habían pasado cuarenta minutos y todavía quedaban seis almas, ansiosas de recibir el perdón, antes que él. Esa fila estaba resultando más pesada que cualquier penitencia que le fueran a imponer. Calculó que, si se daba prisa y no encontraba obstáculos en su camino de regreso, llegaría a su casa alrededor de las dos. En eso recordó que había pasado por alto un pequeño detalle. Tenía que pasar a la Barraca de Nicanor, a comprar bacalao ya preparado. Este año Beatriz no lo había cocinado. Le urgía comunicarse con sus hijos. Buscó en todo su cuerpo, pero fue en vano. En su precipitada salida, había dejado el móvil sobre la mesa de noche.

̶ Ojalá que Nicanor haya hecho suficiente bacalao este año. Si no, tendremos que comer pollo. Otro disparate para recordar este Jueves Santo.  ̶ Murmuró haciendo una mueca extraña.

Luego de una hora en la fila, por fin entró el mal encarado. Tomás se secó el sudor, le dolían los pies, el arma que llevaba al cinto le pesaba más que el cargo de conciencia. Ignoraba si tendría fuerzas suficientes para regresar con Beatriz luego de hacer lo que tenía planeado, o si luego de salir del confesionario se desplomaría en una banca a esperar las consecuencias de su acto. Luego de diez minutos, tiempo que se le hizo eterno, el sombrerudo seguía dentro. Los que estaban detrás de él, desesperados, desaparecieron. Era obvio que les importaba más el vacío en el estómago que la absolución. De pronto escuchó gritos en el confesionario.

̶ ¡Maldito cura! ¡¿Cómo que, luego de que te he contado todo, no puedes perdonarme los pecados?!

La iglesia retumbó con cinco detonaciones. Los escasos fieles que estaban en las bancas, se lanzaron al suelo. El sombrerudo salió y dijo a sus hombres.

̶ Vámonos de aquí. Este lugar es una estafa.

Por debajo de la silla del confesionario comenzó a salir un riachuelo de sangre. Tomás se persignó y se alejó trastrabillando. Bañado en llanto, se deslizó contra una de esas centenarias paredes, hasta caer sentado sobre el suelo de piedra. Con mano temblorosa, sacó la pistola que llevaba al cinto y la arrojó lejos. Luego comenzó a gemir.

̶ Dios mío y señor mío ¡Perdóname! Hace dos horas, cuando me arrebataste a mi Beatriz, dejé de creer. Lo que acaba de pasar me ha mostrado tu poder y tu misericordia. Sabía que el cura no tenía la culpa, pero deseaba vengar, en uno de los tuyos, lo que tú me habías hecho. Gracias Señor por haber puesto al sombrerudo delante de mí. Él se manchó las manos de sangre y yo podré retirarme con la conciencia tranquila. Ahora recibiré a mis hijos, honraremos la memoria de mi amada y te la traeremos mañana para que la bendigas en su camino a tu Santo Reino.

La policía llegó. Los escasos fieles señalaron a Tomás, el arma que había arrojado.

Tomás había echado a correr. Le urgía ir a la Fonda de Nicanor, comprar el bacalao y estar de vuelta en su casa antes de que llegaran sus hijos.

Cuatro certeros disparos, pusieron fin a sus angustias.

2 comentarios: