Una
larga fila, formada por mujeres maduras vestidas de negro, hombres de ceñudos
semblantes y jovencitas de gesto recatado, comenzaba en el atrio de la iglesia
y llegaba hasta el confesionario. En otro momento, él se hubiera retirado, o
dejado el asunto para el día siguiente, pero era Jueves Santo, así que se ubicó
al final, procurando protegerse del sol del mediodía.
La
fila parecía una zigzagueante serpiente,
arrasándose lentamente por la explanada de piedra que rodeaba a aquella iglesia edificada
en la época colonial. Era una antigua construcción con gruesas
paredes oscurecidas por el humo de las candelas y descascarados retablos en
donde mostraban imágenes con cara de estar sufriendo un tremendo retorcijón de
tripas.
“Acúsome
padre que he pecado” ¿Es eso lo que debe decirse luego del “Ave María sin
pecado concebida”? En teoría, él debía saberlo. El gran pecado conceptual, la
sombrilla de todos los pecados, era que él, a sus cincuenta años y luego de cuarenta
de haber recibido la primera comunión, ignoraba el significado de la palabra
pecar. Toda su vida había cumplido las reglas, respetó a su padre y a su madre,
fue fiel -de pensamiento, palabra y obra- a la mujer que Dios le concedió por
esposa, educó a sus hijos en la fe cristiana, honró sus deudas, jamás tomó nada
ajeno, no blasfemó, daba limosna a los pobres, amó a su prójimo y puso la
mejilla izquierda cuando le habían abofeteado la derecha. En otras palabras, aprovechó
su visita a la tierra, para no dejar escapar la vida eterna.
Tal
vez no era el caso de la provocativa mujer que iba dos lugares delante, o del mal
encarado hombre que le antecedía, un tipo con un inmenso sombrero, gruesas
cadenas de oro al cuello y la muerte reflejada en la mirada a quien, sin
disimulo, vigilaban cuatro custodios morenos, con el pelo cortado al rape, botas
puntiagudas y jeans. Ni siquiera esos
malos pensamientos cruzaban por su mente.
Tomás,
así se llamaba nuestro personaje, llevaba más de media hora en la fila y
consultó por primera vez el reloj. Le preocupaba haber dejado sola a su Beatriz
y no era porque fuera a pasarle algo. Digamos que ella se encontraba ahora, más
allá del bien y del mal. Le preocupaba que durante su ausencia, llegara alguno
de sus dos hijos con sus familias, como ocurría todos los Jueves Santos, para
comer bacalao a la vizcaína y molletes. Beatriz no podría abrirles la puerta.
Tendrían que esperar afuera. La casa, y todo lo que estaba dentro, todavía no
estaba presentable.
Habían
pasado cuarenta minutos y todavía quedaban seis almas, ansiosas de recibir el
perdón, antes que él. Esa fila estaba resultando más pesada que cualquier
penitencia que le fueran a imponer. Calculó que, si se daba prisa y no
encontraba obstáculos en su camino de regreso, llegaría a su casa alrededor de
las dos. En eso recordó que había pasado por alto un pequeño detalle. Tenía que
pasar a la Barraca de Nicanor, a comprar bacalao ya preparado. Este año Beatriz
no lo había cocinado. Le urgía comunicarse con sus hijos. Buscó en todo su
cuerpo, pero fue en vano. En su precipitada salida, había dejado el móvil sobre
la mesa de noche.
̶
Ojalá que Nicanor haya hecho suficiente bacalao este año. Si no, tendremos que
comer pollo. Otro disparate para recordar este Jueves Santo. ̶ Murmuró haciendo una mueca extraña.
Luego
de una hora en la fila, por fin entró el mal encarado. Tomás se secó el sudor,
le dolían los pies, el arma que llevaba al cinto le pesaba más que el cargo de
conciencia. Ignoraba si tendría fuerzas suficientes para regresar con Beatriz
luego de hacer lo que tenía planeado, o si luego de salir del confesionario se
desplomaría en una banca a esperar las consecuencias de su acto. Luego de diez
minutos, tiempo que se le hizo eterno, el sombrerudo seguía dentro. Los que
estaban detrás de él, desesperados, desaparecieron. Era obvio que les importaba más
el vacío en el estómago que la absolución. De pronto escuchó gritos en el
confesionario.
̶
¡Maldito cura! ¡¿Cómo que, luego de que te he contado todo, no puedes perdonarme los pecados?!
La
iglesia retumbó con cinco detonaciones. Los escasos fieles que estaban en las
bancas, se lanzaron al suelo. El sombrerudo salió y dijo a sus hombres.
̶
Vámonos de aquí. Este lugar es una estafa.
Por
debajo de la silla del confesionario comenzó a salir un riachuelo de sangre.
Tomás se persignó y se alejó trastrabillando. Bañado en llanto, se deslizó
contra una de esas centenarias paredes, hasta caer sentado sobre el suelo de
piedra. Con mano temblorosa, sacó la pistola que llevaba al cinto y la arrojó
lejos. Luego comenzó a gemir.
̶
Dios mío y señor mío ¡Perdóname! Hace dos horas, cuando me arrebataste a mi
Beatriz, dejé de creer. Lo que acaba de pasar me ha mostrado tu poder y tu
misericordia. Sabía que el cura no tenía la culpa, pero deseaba vengar, en uno
de los tuyos, lo que tú me habías hecho. Gracias Señor por haber puesto al
sombrerudo delante de mí. Él se manchó las manos de sangre y yo podré retirarme
con la conciencia tranquila. Ahora recibiré a mis hijos, honraremos la memoria
de mi amada y te la traeremos mañana para que la bendigas en su camino a tu
Santo Reino.
La
policía llegó. Los escasos fieles señalaron a Tomás, el arma que había
arrojado.
Tomás
había echado a correr. Le urgía ir a la Fonda de Nicanor, comprar el bacalao y
estar de vuelta en su casa antes de que llegaran sus hijos.
Cuatro
certeros disparos, pusieron fin a sus angustias.
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ResponderBorrarEsta historia debería llamarse "Negra conciencia"
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