En
el ala de oncología del hospital estaba la sección de pacientes terminales. La mayor
preocupación para los que trabajábamos allí, era darles las mayores comodidades
a los reluidos, en sus últimos días sobre la tierra. De todas las historias
que viví, escogí esta para compartir con ustedes.
Antonio
era un practicante de veinticuatro años, alto, de mirada profunda, que estaba
por terminar la carrera. Vanessa era una hermosísima joven que llevaba meses internada
con nosotros. La leucemia había acabado con la rubia cabellera que lucía en la
foto sobre la mesa de noche; sin embargo, irradiaba una luz que emanaba de su
alma. Había quedado huérfana desde pequeña y al cumplir dieciocho años, pasó
del asilo al hospital. Nadie llegaba a visitarla y aunque los estragos de la
enfermedad le acarreaban muchos sufrimientos, ella se empeñaba en ver el lado
amable de la vida. Su dulce voz era como un manantial que refrescaba nuestros
áridos días. Antonio se deleitaba perdiéndose en el diáfano celeste de sus ojos,
pasaba horas a su lado leyéndole historias de amor y podiamos notar que, al
leerle, soñaba que escapaban a otras dimensiones, lejos de la enfermedad y el
dolor.
Ustedes
lo habrán imaginado, Antonio terminó perdidamente enamorado y ella le
correspondió. Todos los del servicio vivíamos ese romance con una mezcla de
alegría y tristeza. Contra todas las probabilidades pensábamos que el amor
sería más grande y que Dios haría el milagro de curarla. Sucedió lo contrario,
el último día que su mirada nos iluminó fue un 29 de enero. A partir de ese momento
ella entró en ese estado que impide saber si una persona está consciente o no,
de lo que sucede a su alrededor. Se nos destrozaba el corazón al observar como
pasaba Antonio sus incontables vigilias, entre lágrimas, suspiros y evocaciones
de lo que pudo haber sido y no fue.
Llegó
febrero, se aproximaba el que sería su único día de San Valentín. Nos intrigaba
observar a Antonio, era evidente que planeaba algo. Unos días antes, se acercó
a dos enfermeras, Yolanda, una joven delgada y alta, y Martita, la mayor del
grupo, gordita y bajita. Cuando les compartió el plan, Yolanda movió la cabeza
en sentido afirmativo, Martita se pasó un pañuelo por sus ojos y lo abrazó.
―Eres
un loco Antonio. Aunque nos despidan, cuenta con nosotros.
El
catorce de febrero, a las ocho de la noche (para evitar que nos vieran las
autoridades o el resto del personal) y con la complicidad de todos los del
servicio, trasladamos a Vanessa a otra habitación, que habíamos transformado en
un dormitorio de ensueño. Martita le puso la bata de encaje que Antonio compró
para la ocasión, Yolanda le aplicó sombra en los ojos y un poco de pintalabios.
Un delicado aroma a rosas perfumaba el ambiente mientras se escuchaban arreglos
instrumentales de los Beatles, su grupo favorito. Desde la puerta de esa
improvisada alcoba, parecía que en el lecho reposaba una princesa de cuento de
hadas. Antonio apareció vestido de esmoquin, en su gesto tranquilo, se notaba
el brillo de sus ojos, por el llanto a penas contenido.
Una
carretilla, cerca de la cama, tenía el equipo que se necesitaba. Antonio se recostó
a su lado y tomó su brazo. Los demás observábamos tratando de pasar
desapercibidos. Él comenzó a hablarle, entre susurros, suspiros y lágrimas le decía
cuánto la amaba y que quería demostrárselo. Yolanda y Martita conectaron el
sistema. En el momento que inició “Something”,
aquel inmortal himno al amor de los genios de Liverpool, contuvimos el aliento
al observar cómo la sangre de él fluía hacia la inerte Vanessa. Todos sabíamos
que sus tipos eran incompatibles, pero en este caso extremo, eso no importaba. Luego
de unos pocos minutos, las mejillas de nuestra adorada princesa recobraron el
rubor, hasta nos pareció ver que sonreía. A una seña del jefe de turno, nos
retiramos para darles un poco de privacidad. Él la tuvo en sus brazos el resto
la noche. Al alba, él apareció. La palidez en su rostro hizo innecesarias las palabras,
ella había partido al más allá.
Tres
semanas después, Antonio terminó su servicio. No volvimos a saber de él. Sin
embargo, luego de tres décadas de aquel suceso, cada vez que llega el catorce
de febrero se comenta su historia y se dice que, ese día, sigue llegando al
lugar en donde reposa el cuerpo de Vanessa, un hombre alto, de mirada profunda
que pone música de los Beatles y que, al escucharse “Something”, una mariposa
blanca asoma entre los árboles y lo rodea ejecutando una delicada danza.
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