miércoles, 18 de mayo de 2016

MALQUERIDO


I

Mis labios jamás pronunciaron la palabra madre, jamás sentí lo que era ser arrullado en sus brazos. La existencia puede ser un efímero lapso, en la mía, una interrogante acapara mis pensamientos desde que tengo conciencia de ser. ¿Por qué a mí?

Desde que tengo conciencia de ser, he estado oculto. Estériles esfuerzos porque para ese hijo de puta, el amo del pueblo, su voluntad es la ley y no tiene escrúpulos para deshacerse de los obstáculos en su camino.

Desde que tengo conciencia de ser, recuerdo a mi madre llorando. Dicen que era la muchacha más linda del pueblo. No entiendo cómo ese bondadoso corazón, que escucho día y noche latir, la dulce joven devota de la Virgen de Lourdes, cayó en brazos de este desgraciado.  

II

A don Ángel Portocarrero le abundaba lo que muchos hombres ambicionan: fortuna y poder. Perdidos en la bruma de sus recuerdos habían quedado los tiempos de su niñez cuando, para sobrevivir a las miserias de su orfandad, incursionaba a escondidas en huertos y graneros ajenos. Con el correr de los tiempos Angelito se volvió un experto para apropiarse de lo ajeno y antes de cumplir veinticinco años, disfrutaba de lo que muchos llaman buena vida, haciendas, mansiones, vehículos de lujo, un sequito de matones que lo protegía. Le gustaba presumir su hombría haciéndose acompañar de llamativas mujeres que traía de la capital. Ninguna muchacha del pueblo llamaba su atención, hasta que notó cómo Lupita, la hija de don Diego, estaba transformándose en una bella mujer. Lupita estudiaba en la capital y había llegado al pueblo a pasar sus vacaciones. Sus hermosos ojos rasgados, nariz respingada, carnosos labios y cuerpo bien formado, despertaron de inmediato la codicia de Ángel. El incómodo pretendiente ignoraba que, a sus diecinueve años, Lupita había pasado por el dolor de perder al dueño de su corazón y que, desde ese momento, solo sentía rechazo a los llamados del amor.  Con un agravante más.

A sus treinta y cinco, Ángel solo podía catalogarse como una burla de la naturaleza con sus cortas piernas, la flácida barriga que casi alcanzaba sus rodillas y la cara, que parecía una máscara mal tallada, con un inmenso labio inferior que casi le ocultaba la barbilla, unos diminutos ojos negros como de rata y una corona de espinosos cabellos.

Sin que nadie pudiera explicárselo, el pretendiente consiguió su objetivo.  La boda se celebró por todo lo alto, aunque era notoria la tristeza que se reflejaba en la cara de la novia.

Antes del año la novedad cedió paso a la variedad y se reinició la exhibición de voluptuosas mujeres venidas de la capital, mientras la señora de Portocarrero permanecía recluida en su casa.

III

A los doce años, Luis Escobar observaba, sin poder hacer nada, cómo su madre desfallecía por los estragos de un cáncer en el estómago. Cierta tarde una de las vecinas, que llevaba un pequeño frasco, llegó a visitarles.

–Ésta es agua de Lourdes.  Recen por un milagro.  –Les dijo.

Luisito se arrodilló frente a la cama, bañado en llanto prometió a Dios y a la Virgen, que les dedicaría su vida a cambio de la salvación de su madre. Luego tomó su inerte cabeza y le hizo beber el líquido. Pocos días más tarde, ante el estupor de los médicos, su madre se recuperó.

Luis estaba en último grado del colegio cuando conoció a Lupita y desde el primer momento, su corazón le indicó que era la elegida. Sin embargo, recordaba la promesa que le ligaba al Señor. Cuando llegó el momento de escoger, transido de dolor, le reveló esa promesa y se marchó al seminario.
Quince años después el obispo, al enterarse de la devoción del joven sacerdote, le envió al Santuario de las Nubes, en donde se veneraba una réplica de la Virgen de Lourdes. Él ignoraba que allí se completaría, lo que había quedado truncado tiempo atrás.

Él no sabía que ella era quien estaba arrodillada en el confesionario. Ella no sabía que él escuchaba el desahogo de su corazón. Pero sus almas, estremecidas de júbilo, se reconocieron de inmediato, fue el renacer de un amor que solo esperaba el regreso de la primavera. Luis se aferraba a una esperanza, que si aquello había ocurrido, era por la voluntad de Dios. Que Él, en su infinita misericordia, le estaba relevando del juramento hecho ante el lecho de su madre.  Miles de veces le suplicó que no regresara con Ángel.  Miles de veces forjaron planes de huir a un lugar remoto, en dónde nadie los conociera.  Pero sus sueños se estrellaban ante una irrefutable realidad. Ella no podía escapar de su marido, él tenía a su padre de rehén.

IV

Los compinches de Ángel temblaban cuando él se levantaba de mal humor. Él culpaba a la pesadilla, pero nunca entraba en detalles.

Las manzanas del huerto de don Diego eran famosas en la comarca. Angelito, sin dinero para comprarlas, era uno de sus mayores consumidores. Don Diego, buscando cómo detener a los depredadores, adquirió un feroz perro. Una mañana Ángel, como de costumbre, saltó la cerca para disfrutar de los deliciosos frutos. Tan entretenido estaba, que no sintió al animal. La dentellada le acertó justo entre las piernas y a pesar del esfuerzo de los médicos, no hubo forma de restituirle su mutilada masculinidad.

De manera que las prostitutas de lujo y el matrimonio eran pura pantalla. Ángel, impotente, ocultaba su humillante castración, tras una fachada de violento machismo.

Se casó con Lupita por venganza. Juró hacerla infeliz para cobrarse la deuda que, según él, don Diego le tenía.  Entonces, si su incapacidad de poseer a una mujer, era el secreto más comentado del pueblo… ¿Cómo aceptarían los vecinos el milagro de su mujer encinta? Lupita fue juzgada y sentenciada, antes que evidenciara su estado.

Por eso mis labios nunca pronunciaron la palabra madre y nunca sentí lo que era ser arrullado entre sus brazos. Por eso solo llegue a tomar conciencia de ser. En una fría noche mi padre, o al menos el que legalmente debió serlo, puso fin a esta historia. Solo eso se le ocurrió para preservar su reputación.

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