Apenas el Chintío se rinde al sueño, te escabulles de
la prisión a la que llamas tu casa y te sientas sobre una piedra en la desalineada
vereda, la calle principal del asentamiento. Pasarás horas allí, saturándote de
polvo y sol, sudando a mares, impregnándote con el aroma de los drenajes que
corren a flor de tierra. Disfrutas viendo que tienes poder, tu presencia
eriza la piel, la gente pasa presurosa con el terror reflejado en sus
caras.
Bienvenidos al Paraíso II.
Al despuntar el día, la gente lucha por conseguir un transporte
que los lleve a sus trabajos. Al caer la noche, cuando regresan, desearían tener
alas para cobijarse sin demora en sus covachas. En el Paraíso II no hay energía
eléctrica. Aquí, ni los perros se animan a salir de noche por las zigzagueantes
callejuelas del asentamiento. Dentro de las covachas, construidas con paredes
de cartón y techos de lámina, las mujeres y los niños rezan en silencio,
mientras afuera se escuchan las detonaciones y los lamentos, que brotan de las tinieblas
que envuelven a esta tierra de nadie. A la mañana siguiente encontrarán pozas
de sangre, decenas de cascabillos regados por los suelos, a veces un zapato
olvidado, pero jamás un cadáver. Las clicas respetan el ritual de recoger a los
suyos, antes que los primeros rayos del sol profanen sus restos.
El Paraíso II es morada de aquellos que entran y salen
del mundo escapando a las estadísticas oficiales, albergue y sepultura de los
que no figuran en noticieros o en los partes policiacos. Aquí naciste, y
conforme a la inexorable ley que rige la existencia de aquellos como tú, aquí
has de morir. En tanto llega esa inevitable hora, construiste una covacha en el
área que controlan los hommies del
Barrio. Si supieras escribir, habrías colgado en la entrada un rótulo que
dijera “Bienvenidos al nido de amor del Chinto y la Biutiful”, tus habilidades apenas alcanzaron para un corazón negro
atravesado por una flecha roja. Vives con otros miembros de la clica, aunque estás
retirado. Les juraste que tu salida era temporal, porque una vez se ingresa a la
cicla, ella te poseerá para siempre. No sé qué me sorprendió más, si tu
solicitud o la respuesta del Killer, acompañada
de esa glacial sonrisa que congela hasta la respiración.
―Está bien Chinto. Merecés un descanso. Cuidá a la Biutiful. Esa mujer vale la pena.
El famoso Killer
-hijo negado de un sacerdote, que liberaba el demonio de la lujuria con la
humilde mujer que hacía la limpieza y que la echó al enterarse que había
fertilizado su semilla- es el líder de la mara. Por cinco años lo acompañaste
en sus correrías. Cada noche, en pleno combate por ganar otra cuadra para tu
clica, te preguntabas si alcanzarías a ver la luz del día siguiente. Ahora despiertas
dando alaridos cuando esas experiencias se liberan en tus pesadillas. La Biutiful te reclama porque el escándalo que
armas, espanta al Chintío. Eso que no le cuentas que te has visto, bañado en
sangre, con la hoja del cuchillo fulgurando a la luz de las velas, en el
inconfesable ritual de la noche de Halloween.
No le cuentas que te has visto, pateando un balón con cabello, nariz, boca y un
par de cuencas vacías, en dónde alguna vez se alojaron los ojos. No le cuentas
lo que ni yo, con mi recorrido, me atrevería a contar…
Ahí viene el Killer
con ese caminar desenfadado que identifica a los que deportaron del norte. Se cree dueño del mundo porque vive de las
extorsiones que obtiene en la mitad del lugar. Él también disfruta el temor que
despierta en la gente, cómo apartan la vista de las trece lágrimas tatuadas
alrededor de sus ojos, recuerdo de las almas que ayudó a salir de este
infierno. Bajo la holgada chamarra oculta a su consentida: Una Walther nueve
milímetros con munición expansiva. Al verte, levanta la mano con los tres dedos
del centro doblados.
―Órale mi Chinto.
Para los hommies
no eres Jacinto. Así te conocen los viejos, esa partida de retrógrados que
miran con recelo a la Santa Muerte que tienes tatuada en el brazo. En la clica,
tu familia forever, juran que ella
los protege de balas y puyones. ¿De qué otra manera explicarías que aquel
disparo, recibido a quemarropa, no te volara los sesos? ¿Recuerdas? ¡Qué noche!
Huiste de los paramédicos sujetando lo que había
quedado del lado izquierdo de tu cara. Escapaste porque sabías, que cuando los
policías llegan a los hospitales, desaparecen aquellos heridos que pertenecen a
las clicas. Te remendó un hommie,
ayudante de sastrería, él pobre hizo sus mejores intentos, pero no logró evitar
que te quedara la cicatriz, parecida a una zanja, que atraviesa tu pómulo y que
el párpado del ojo izquierdo como una persiana a medio cerrar. ¿Sabías
que a partir de aquella noche surgió esa caprichosa atracción que siento por ti?
Iluso. Creíste que al dejar a los hommies no necesitarías más la protección de la Santa. Tres veces
al día, frotas tu brazo con un líquido apestoso hasta dejarlo casi en carne
viva. Terminas bañado en sudor y maldiciendo:
― ¿Por qué no te borras desgraciada?
¿Imaginas el desaire que sentiría, ella, si te estuviera
escuchando?
Lejanos están el Killer y los demás de intuir la
verdadera razón de tu salida. Fue porque, antes de que el Chintío naciera,
entregaste tu corazón al Señor. Aquel domingo, aquellas palabras que tocaron tu
alma y la ardiente mano que se posó en tu frente, cambiarían tu vida. Si a eso se
le puede llamar vida. Repasémosla.
Una noche oscura y lluviosa, tenías seis o siete años,
la pintarrajeada mujer, que se escurría en estrechos vestidos de amplios escotes
y regresaba de madrugada, borracha, apestosa a esencia de macho, no volvió.
Eras demasiado pequeño para encontrar al anónimo proveedor de esperma que aportó
la otra mitad de tus genes. Uno de tantos XX que ella conoció en “Las Flores”,
el bar en donde transaba sus desgastados, manoseados y a menudo moreteados
encantos.
Desde aquel día, la calle se convirtió en tu hogar.
Sobrevivías recolectando sobras de comida que disputabas a los buitres y perros
callejeros, los amos del basurero que satura la ladera opuesta al Paraíso II. Las
cicatrices en tus brazos y piernas, atestiguan las épicas batallas que libraste
contra el Cadejo, el feroz perro tuerto, líder del lugar, por unas sobras de Pollo
Campero o un mendrugo de pan. A menudo, cuando no encontrabas comida, hurgabas
entre los desperdicios buscando algo que vender. Tu meta era juntar veinticinco
centavos, lo suficiente para una bolsa de pegamento, que funciona mejor que una
Big Mac, para adormecer al hambre.
A los diez años descubriste el poder de los hommies. Al principio ni te tomaron en
cuenta, sin embargo, tu perseverancia tuvo su recompensa. A los doce aguantaste,
como verdadero hombre, la paliza que te dieron, tu inolvidable bautizo en la temida familia
de los números. Demostraste tanto coraje que antes de cumplir los quince, te
promovieron a la guardia personal del Killer.
Parecía que llegarías lejos, pero a los diecisiete dijiste:
―Suficiente, he vivido demasiado.
Insolente. Si hubieras estudiado la Biblia,
sabrías que las palabras tienen poder. Para ese entonces, llevabas un año con la
Biutiful, la mujer de tu vida.
No discutiré tus gustos, algo viste en esa prieta, de
mirada lasciva y voluptuoso cuerpo, que te enloqueció. Ella también pasó por la clica. Corrijo. Más
apropiado es decir que la clica, al pasar por ella, mandó al olvido a la
pizpireta adolescente de trece años que hasta ese día era conocida como la Lucky.
Esa mujer que, diez años después, estaba harta de saciar las necesidades de un
hombre distinto cada noche, harta de ver cómo su juventud se marchitaba en el
espejo. Ansiaba tanto que la protegieran, que no le importó empiernarse con un
adicto al pegamento, con cara de espanto y siete años menor. La atrajo la
valentía que demostraste al deshacerte de ocho rivales dejando un rastro de
huesos rotos y puyones. La familia te dio el derecho a llamarla tu mujer. A
partir de ese momento, fuiste su único dueño, si llega a faltarte el respeto, puedes
matarla sin que nadie te lo reclame.
Cuando te contó que estaba embarazada, la miraste con ojos
y boca muy abiertos. Los hommies te
tranquilizaron. Aseguraron que ese hijo sería de todos, que ellos lo cuidarían si
algo llegaba a pasarte. Sin embargo, para demostrar tu responsibilidad, aquel domingo, con el rostro medio oculto tras una gorra de lana, tenías
el morral lleno de billeteras y celulares cuando escuchaste al predicador que cada
mes visitaba la Colonia:
“Cristo, a punto de morir en la cruz, perdonó al
ladrón que creyó en Él y lo invitó a disfrutar las riquezas de Su Reino. Hermano
que has pecado. Tú que estás entre nosotros. Ven y acepta a Tu Salvador.
Acércate. Tus faltas serán perdonadas y serás convidado a la mesa del Señor.”
Sin darte cuenta, subiste a la tarima, el predicador se te acercó, puso la mano en tu frente y una descarga te arrojó
al suelo.
¡Aleluya! Gritaron los fieles.
―Ay que mula. ―Dijiste
para tus adentros. ―Ojalá que nadie me haya reconocido.
Te escurriste de allí como cucaracha que huye para no ser
aplastada. En tu precipitado escape, olvidaste el morral.
Con el paso de los días sufriste una amarga decepción.
Aunque lo aceptaste como tu Salvador, nunca llegó la invitación del tal Cristo
a disfrutar de su mesa y para aumentar tus desgracias, ahora diferenciabas el
bien del mal.
Antes no conocías de escrúpulos. Si necesitabas algo,
puyabas al primer fulano que agarrabas desprevenido y le robabas lo que
llevara. Ahora sabes que el Señor te observa, que debes amar a tu prójimo como
a ti mismo. Antes, cuando no había comida o la indiferencia del mundo te pesaba
demasiado, aspirabas pegamento y los sufrimientos desaparecían como por arte de
magia. Ahora sabes que tu cuerpo es un templo del Señor, que tú solo eres su custodio. En su Santo Nombre
pones cara de mártir-mal-tallado-en-iglesia-de-pobres, mientras aguantas el
ruidoso reclamo de tus tripas. Al no saber cómo salir del atolladero, tomaste
una decisión.
Recuperaste la conciencia equilibrándote
sobre la baranda del puente que cruza el desfiladero. Te volvió a la realidad una
voz que te decía: Chinto, hijo mío. No desperdicies tu vida. Te daré otra
oportunidad.
Bajaste temblando. No lo contaste a nadie, pero yo estaba allí
por si resbalabas.
Esa voz, hizo nacer en ti el deseo de cambiar.
A partir de ese día, no te pierdes los sermones de Josué, el señor gordo y
pelón, al que la gente llama el Apóstol. Sus prédicas son como un bálsamo que
alivia el dolor de vivir. Qué asombroso es escuchar que, luego de tu paso por
la tierra, te espera un Paraíso diferente. Un lugar en donde no volverás a
sufrir hambre, frío, tristezas o rechazos. Josué cura paralíticos, expulsa
demonios, habla en una extraña lengua con el Jefe de Jefes. Tantas maravillas
te han convertido en un hombre de fe. Crees con esa convicción del que nada tiene y por
lo tanto nada tiene que perder. Crees con la seguridad que tiene aquel que
nunca ha traspasado los linderos de la Paraíso II. Crees con la convicción que brota,
como impetuoso torrente, del corazón de un carroñero, analfabeta, que
deambula por el basurero. Algunas veces, ante tantos hechos inexplicables, te
preguntas “¿Será que estoy vivo o será solo un sueño?” Entonces te miras al
espejo, mueves la cabeza y afirmas en silencio “Estoy vivo”.
Sabes que estás vivo, porque el espejo te devuelve la
imagen de un joven flaco, de mirada apagada, cabeza al rape y una santa muerte
tatuada en el brazo. Sabes que existes porque los hommies te saludan y la gente “decente” te evita. Que eres de carne
y hueso porque la Biutiful gime cuando
le muerdes laa rosa tatuada en uno de sus pechos mientras la penetras, con un desesperado deseo, en el
suelo de la covacha. Además, si no estuvieras vivo, la Biutiful no tendría que matarse trabajando para darte de comer.
El niño acababa de cumplir tres meses cuando la Biutiful te informó que volvería a las
sinuosas callejuelas, a orillas del cerro, para conquistar clientes ansiosos de descargar sus deseos, en alguna de las pensiones de mala muerte que
abundan allí. Era la única alternativa que les quedaba para no morirse de
hambre. Con rabia apenas contenida, te dijo que tendría que volver a prostituirse a causa de la crisis de
cristiandad que estaban padeciendo. Porque el padre del niño, entregado a
Cristo, no quería robar, ni cobrar extorsiones y la sociedad, entregada a
Cristo, al ver su pinta de pandillero temía darle trabajo. Al caer la tarde, esperas
que regrese a salvo, confiado en lo que un día te dijo:
―Tranquilo mi flaco Podré entregar a otros mi cuerpo
pero jamás mi corazón.
Luego de que la Biutiful
se marcha, día tras día, sigues la misma maldita rutina. Levantas al Chintío de la caja de cartón,
improvisada como cuna, y sosteniéndolo con un brazo, sales a tirar el periódico
embarrado de mierda que le sirvió de colchón. Lo aseas con trapos que humedeces
en el barril de agua turbia ubicado al final de la cuadra y si hace buen día,
lo sacas a tomar el sol. A plena luz, la duda te lastima más que la herida en
el pómulo, porque aunque ella asegura que es tu hijo, que con los clientes
siempre lo hace con condón ¿de dónde sacaría el Chintío los ojos color de cielo
si los tuyos son oscuros, como era tu alma, antes de entregarla al Salvador? Cuando
tocas el tema, ella corta de tajo tus dudas:
― ¿Qué te pasa pedazo de estúpido? ¿No mirás que el
muchachito sacó tus orejas?
Es cierto, el chirís las tiene grandes y despegadas.
Ojalá que algún día le sirvan para remontarse por los aires y alejarse de
aquí. Te consuelas recordando las palabas del Apóstol: que para el Señor todo
es posible, que sus designios son inexplicables y que al igual que pasó con un
tipo llamado Job, le gusta ponernos trampas para probar nuestra fe.
― ¡Ah que Dios más pícaro! ―Reflexionas. ―Con razón dicen que fuimos
hechos a su imagen y semejanza.
Hablando de pícaros… ¡Allí viene el compadre! Aunque nunca
estuvo en la mara, hasta el Killer lo
respeta, él les consigue las armas. Dicen que fue kaibil, que tiene contactos
con los militares. Obsérvalo, aún conserva la estampa. El pelo al rape, la
mirada vigilante, ese cuerpo moreno y musculoso, recuerda a un jaguar al acecho.
Se dirige hacia ti. Salúdalo con el debido respeto.
El coraje te invade cuando la luz del sol ilumina tu
entendimiento porque ¡El compadre tiene los ojos celestes!
― Cálmate broder.
Miles de personas tienen los ojos así.
―Eso será en otro lado, pero no aquí. Acá somos
descendientes de indios. Nuestros ojos son oscuros como frijoles. ―Te replicas,
controlando a duras penas la rabia.
El compadre te saluda amistoso.
―Compadre, lo andaba buscando. Tengo un trabajito para
usted. Había apalabrado a otro socio, pero el pobre sufrió un lamentable accidente
y no creo que se reponga.
El piadoso compadre baja los ojos y se persigna. Luego
de unos segundos de silencio, con los ojos humedecidos, te explica su plan.
―Se trata de abordar los autobuses que entran al
asentamiento. Una vez adentro, contaremos chistes o nos echaremos una canción. La
gente prefiere corridos de narcos, apréndase el del Chapo, es el que está de moda.
Después, pasaremos por las filas recogiendo lo que nos quieran dar.
Miras a todos lados, no sabes qué hacer, la tentación
es mucha pero…
―Le agradezco que haya pensado en mí. Es cierto que
estoy sin plata, pero no quiero caer tan bajo.
El compadre no se da por vencido.
―Si le preocupa que sus conocidos lo vean. ¿Por qué no
se disfraza? Un amigo de la Paraiso I hace lo mismo. Cada semana saca
suficiente lana para mantener a su familia.
Lana. Siempre te has preguntado por qué al dinero le
llaman lana. ¿Será porque con él desaparece el frío de las necesidades? La lana
se saca de las ovejas, el macho de las ovejas es el cordero. Tu Salvador es el
Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. Si las ovejas huelen mal,
¿será que el Señor huele mal?
El compadre te mira con esos ojos de asesino
desquiciado que hacen temblar hasta al más aguerrido de los hommies. Disimula su impaciencia
tarareando: “Mi niña bonita, pedazo de cielo…” De arriba te están enviando otro
mensaje. Alzas la cabeza, el cielo está más azul que nunca, ninguna nube lo
cubre. Todo se aclara. Ahora que estás cubierto por la sangre de Nuestro Señor,
¿a qué puedes temerle?
* * * * *
Pasaste días afanado con el disfraz. Ha llegado el
momento de ver el resultado de tus esfuerzos. El espejo dice que te ves bien con
la cara embadurnada de harina, con esa falsa sonrisa, que alarga la comisura de tus
labios pintados de rojo, hasta la punta de las orejas. Te luce la peluca que
improvisaste tiñendo con anilina verde aquel trapeador viejo, los pantalones
cutos hechos con el mantel a cuadros que la Biutiful
consiguió y esas botas cuatro tallas más grandes, uno de tus últimos hallazgos
en el basurero. Sonríes pensando que, menos mal, ella no vio cuando las hundías
en agua hirviendo para matar a la gusanera que devoraba los restos del
propietario anterior.
Al enconrarte con el compadre, te sorprende
que no esté disfrazado. Te muerdes los labios para no preguntar. Él te entrega el arma que trae en su morral y te
instruye con una voz que no admite reparos.
―Escóndala. La llevamos por si acaso. La gente es
egoísta compadre. Se portan indiferentes a las necesidades ajenas. A veces hay
que presionar un poco para que colaboren.
Esperan en una esquina con las paredes grafiteadas, el
Compadre señala unos símbolos.
―Mire, qué bueno está ese.
“La vida es una
barca. Calderón de la mierda.”
Ni idea tienes de lo que dice, pero sonríes mostrando
los agujeros en tu carcomida dentadura. El estruendo que provoca un destartalado
autobús, que cruza la esquina, suspende la conversación. Su motor sufre un
incontenible ataque de asma tras haber subido la cuesta, cada cinco metros
lanza apestosos retumbos al tiempo que expulsa una cortina de humo. ¿Será otra señal?
Vuelves a la
realidad cuando te sacuden el brazo.
― ¡Compadre! ¿Qué pasa? No se ahueve. ¡Súbase rápido!
Estás sudando. Afuera te espera otro mundo. ¿Será tan
hostil como la gente dice? Algo huele mal. Ignoras si es el diésel quemado, la
hediondez de los pasajeros, el tufo que emana de tu miedo o que el Cordero está
cerca.
Antes de subir la última grada vuelves a preguntarte si deberías estar
allí. Es un día hermoso, ideal para sacar al Chintío a asolear. Ojalá que no se
despierte. Ojalá regreses antes de que la Biutiful
vuelva. Ojalá que ella vuelva, porque dicen que unos desgraciados están matando
a las mujeres de la calle.
Se sientan en la primera banca. El bus está casi lleno.
El compadre, con una máscara del hombre araña, que ni idea tienes de dónde la sacó,
te da un empujón. Se colocan en medio del pasillo, esforzándose por sostener el
equilibrio. Él susurra a tus espaldas:
―Apúnteles con el cuete. No se apene, está descargado.
Yo me encargo del discurso.
“Damas y caballeros, niños, niñas y etcéteras. Les
ruego su atención. Somos Pistolita y Arañita, sus payasos asaltantes. Por favor, sean tan gentiles de entregarnos carteras, celulares, relojes y
cualquier joyita que traigan…”
Ni cuenta te diste del fogonazo que salió del fondo. Tus rodillas dejan de
sostenerte cuando la bala alcanza tu pecho. En lugar de dolor experimentas la
extraña sensación de que te están desconectando, comienza en los brazos, siguen
las piernas, antes de que la última neurona apague sus circuitos, recuerdas que
en la clica decían: “Sabrás que el momento ha llegado, cuando tu vida desfile
ante tus ojos.” Tu caso es patético, apenas procesas borrosas instantáneas: Seres
parecidos a renacuajos nadando vigorosamente en un líquido amarillento y espeso;
una mujer, que luce ridícula, acomodando sus lonjas en un micro vestido; el
Cadejo ahuyentando intrusos en el basurero; el Killer con sus trece lágrimas; la Biutiful con la rosa tatuada en la chiche; los ojos color de cielo
del Chintío; el compadre con los mismos pinches ojos; un destartalado autobús,
pintado como refresco de naranja; el hombre araña inclinado sobre ti.
Llegó el momento de presentarme.
―Hola Chinto. Me llamaste y aquí estoy. Te advertí que
las palabras tienen poder. ¿Cómo es posible que a los diecisiete años, dijeras
que habías vivido demasiado? Varias veces te escapaste, yo soy paciente. Sabía que, tarde o temprano, llegaría
el día cuando te haría mío.
El Killer se
acerca con la humeante Walther dirigida a tus ojos. Al reconocerte, apenas
disimula la sorpresa.
― ¡Chinto! Estúpido hijo de puta. ¿Qué hacías
disfrazado de payaso y asaltando esta mierda?
Tus ojos están abiertos pero ya no lo miras. El Killer libera la tensión vaciándote el
resto del cargador. El chofer detiene el bus. La gente baja presurosa. Un
cobarde desquita su rabia lanzándote puntapiés. El riachuelo rojo, que brota de
tu cuerpo se desliza por las gradas.
Los pasajeros se han esfumado cuando un policía
moreno, panzón y con la camisa empapada de sudor, se acerca caminando con
flojera. El Killer, con unos lentes
oscuros que ocultan las trece lágrimas y el compadre, que dejó de ser
superhéroe, lo saludan.
―Comandante, este sujeto estaba asaltando a los
pasajeros. Un desconocido le disparó, luego escapó por la puerta de atrás.
― ¿Alguno de ustedes conocía al occiso?
―Imposible saberlo jefe, mire cómo le desfiguraron la
cara.
―Gracias muchachos. Les sugiero que se marchen, para
que no los involucren en esto. Vayan con cuidado. Hay mucha gente peligrosa por
acá.
Apenas desaparecen de la vista del policía, el Killer saca un billete de a cien y se lo entrega al compadre.
― Gracias broder. Así entenderá, esta partida de cerotes, que nadie puede salirse cuando se le de la gana.
Un par de velas y algunas oraciones, dichas con más
prisa que devoción, acompañan el debut y despedida del occiso-payaso que perdió
la cabellera en su primer combate.
A media tarde llega el pick-up de la morgue. Antes de meter el cadáver en una oscura bolsa
de plástico, enfrentan a una bulliciosa nube de enormes moscas verdes. Minutos
después, el pick-up se detiene al
otro lado de la colina.
― ¡A la una…a las dos… y a las tres!
La bolsa vuela por los aires. Apenas la bolsa cae al
basurero, el Cadejo se acerca y la desgarra. Se detiene un momento, parece
sorprendido, olfatea, acerca el ojo bueno y mueve la cola al reconocer a su
cena.
* * * * *
Son casi las seis. Una mujer morena, de voluptuoso
cuerpo apenas cubierto por un ajustado vestido color rosa, baja de un autobús.
Regresa sonriente. Un cliente pagó extra por hacerlo sin condón. El dinero le
alcanzó para comprar seis huevos, un cuarto de pollo frito, dos compotas para
el Chintío y un par de octavos de licor. Camina contoneando el trasero y equilibrándose
sobre unos inmensos tacones. En la tienda de la esquina, el compadre cervecea
con el policía que atendió el payasi-cidio. Al verla le lanza su más inspirado
piropo.
―Mamita rica, no sea ingrata. Uno muriéndose de hambre
y usted exhibiendo ese banquetazo.
Ella se voltea. Levanta el culo y le responde con la
mirada revestida de deseo.
― ¡Ay compadre! Ya me puso nerviosa. Si se le ofrece,
ya sabe en dónde encontrarme.
Otra perra, solo que esquelética y coja, atraviesa en
ese momento la calle. La despistada, mueve la cola, feliz porque lleva en el hocico una improvisada peluca
verde manchada de rojo. En un abrir y cerrar de ojos, la felicidad se transforma en un desafinado concierto de aullidos cuando un
adolescente, flaco y de pelo al rape, la pasa atropellando. El tipo
trastrabilla, cae, se levanta y huye perseguido por unos gritos de mujer.
― ¡Auxilio! Agarren a ese maldito, me robó la cartera.
El policía se seca el sudor y evalúa el escenario con
ojos expertos. Le dará un infarto si intenta alcanzar a ese muchacho que corre
como gacela y ni pensar en dispararle, le descontarían las balas de su mísero
salario. La mujer parece trabajadora de maquila, no es quincena, tampoco fin de
mes, en la bolsa llevará pocas cosas de valor. Además, una cerveza vale la pena,
cuando es regalada y está bien fría. Con indiferencia empina la botella.
―Salud compadre. Gracias por la invitación. Qué buena
se ve esa puta. ¿Ya pasó por sus armas?
―Claro mi comandante. Es la Biutiful. Le voy dar un tip. Si la ve de buenas, por veinte
pesos más, lo hace sin condón.
Tres cervezas después, unos alaridos sobresaltan al
vecindario.
* * * * *
Horas antes, cerca del mediodía, la bulliciosa nube de
enormes moscas verdes, logró introducirse entre las láminas y atraídas por el
olor a mierda, volaron hacia una caja de cartón. Las más atrevidas se posaron
sobre unos apagados ojos color de cielo, que habían quedado fijos en el techo.
Bienvenidos al Paraíso II.