lunes, 30 de mayo de 2016

EL CALLEJÓN DE LOS DOLORES


No me gusta mentirle a Isabel pero, en ocasiones, el fin justifica los medios. Estaba seguro que, si le contaba a dónde iríamos con Dany, no nos dejaría salir de la casa.  Ella no olvida aquella noche, cuando al calor de unos tequilas, se me escapó la historia.  No la culpo. Es frustrante luchar contra un recuerdo, competir contra alguien que jamás envejecerá y que ha quedado idealizada en la memoria.

Tenía años de no venir por aquí. La última vez fue cuando murió la hermana de mi madre, una espigada anciana que jamás expresaba sentimientos y que nunca se casó. Meses después vendí la casa, asumí un nuevo papel en la vida y sepulté a aquel niño, que en la flor de la adolescencia, conoció el amor en una muchachita de grandes ojos cafés.

A principios de los sesentas, mamá invirtió sus ahorros y solicitó un préstamo para comprar una derruida casa de principios de siglo, justo detrás de la facultad de medicina.  En la parte que daba a la avenida, abrió una pequeña despensa. Allí vendíamos ropa interior (para damas, caballeros y niños), cosméticos, artículos de higiene personal, útiles escolares y regalos (para toda ocasión). Desde los nueve años, por las tardes, me convertí en “subgerente” de la despensa. Mientras mamá atendía cosas de la casa, yo hacía mis tareas sentado en un banco de madera y con mis cuadernos sobre el mostrador. Me esforzaba por atender a los clientes sin solicitar la ayuda de mamá y me concentraba en no equivocarme al cobrar.

Una tarde, cuando tendría unos diez años, me tomaron desprevenido tres bulliciosas adolescentes. He olvidado el aspecto de dos de ellas, en mi memoria solo quedó grabada la imagen de la chica alta y delgada, cuyo cuerpo comenzaba a mostrar las redondeces que atraen a los hombres y que resaltaban debajo de la blusa blanca y la falda de paletones azul, de su uniforme.  Su piel era tersa y sonrosada, al sonreír mostraba una dentadura perfecta, su dorada cabellera llegaba a los hombros, pero su rasgo distintivo eran los grandes y luminosos ojos cafés.  ¿Para qué voy a negarlo? Fue un amor a primera vista, alimentado por el beso en la mejilla y las dulces palabras que me dirigió al despedirse:

̶  Adiós guapito.

Desde aquel día y por más de cinco años, esperé ansioso su paso frente de la despensa. Con el paso de los meses se convirtió en una bella joven, rebosante de vida. Descubrí que vivía a la vuelta, en el callejón, en una de esas viejas casas hechas de adobe, que solo de milagro se mantenían de pie. Cuando tenía doce años, cerraron la cuadra para celebrar los quince de mi adorada, con los ojos llenos de lágrimas escuché la algarabía. Me dolía no haber sido invitado pero, por otro lado, comprendía que para ella yo solo era el guapito de la tienda de la esquina, ¿qué chica de quince años se fijaría en un niño de doce?  Tenía quince cuando ella dejó de pasar por las tardes. Supongo que había comenzado a trabajar. Alguna vez la vi pasar, pero no me reconoció,  yo ya no era el guapito al que ella encantó un lustro atrás.

Entré a la facultad de medicina en mil novecientos setenta y tres. Desde niño anhelé ser médico y mamá me apoyó para perseguir mi sueño. En la madrugada de cuatro de febrero de mil novecientos setenta y seis dormitaba en el Hospital General, a dos cuadras de mi casa, cuando sentí una violenta agitación de la tierra, escuché el estruendo de los vidrios que estallaban y de algunos muros que se derrumbaban. Con la angustia oprimiendo mi pecho, comprendí que no era uno de esos temblores, que con regularidad nos sobresaltaban. Mis primeros pensamientos fueron hacia mamá, que dormía sola en nuestra vieja casa. Rompiendo los protocolos, escapé del hospital para ir a buscarla.

Por fortuna, la casa seguía en pie, mamá no había sufrido ningún daño, pero nuestro callejón estaba irreconocible. Una espesa nube polvo impedía ver más allá de unos pocos metros. Con el corazón a punto de salírseme del pecho, eché a correr. Mis temores resultaron acertados. La casa de la muchachita de los grandes ojos cafés se había desplomado, un silencio aterrador y el aullido de los perros era lo único que alcancé a escuchar. Como loco comencé a apartar pedazos de adobe y madera sin saber con exactitud dónde o a quien buscar. En cuestión de minutos, otras personas se unieron a mis esfuerzos. Cuando el sol comenzó a iluminarnos, habíamos rescatado cuatro cadáveres, uno era el de ella. Murió con un bebé en brazos. Nunca sabré si era su hijo o algún hermanito.

La semana pasada se cumplieron treinta y tres años de aquella tragedia. Tal vez por eso la soñé y me nació el deseo de regresar al barrio, a este callejón que tantos dolores trae a mis recuerdos.

Hace veinte conocí a Isabel, una preciosa chiquilla de grandes ojos cafés que tres años después se convirtió en mi esposa. Dany es el fruto de nuestro amor. Hoy tiene diez años, la misma edad que yo tenía cuando la conocí. ¿Saben una cosa? Jamás supe cómo se llamaba el primer amor de mi vida.

De pronto me jalaron el brazo. Entonces reparé que, a causa de mis divagaciones, había olvidado que Dany iba conmigo.

̶ Papi, tengo hambre. ¿A qué hora regresaremos a la casa?

Con un nudo en la garganta y los ojos a punto de desbordárseme, le respondí.

̶  Perdóname guapito. Vamos a buscar a mami.

sábado, 28 de mayo de 2016

LEYENDAS DE MI PUEBLO


I

El tal Juanito siempre me pareció medio raro.  Eso de andar por el parque arrastrando una correa no es de gente normal.

–Comadre no sea ingrata. El pobrecito venía condenado desde que nació.  Recuerdes a la nana.  Solo alguien bien chiflado pudo meterse con ella.

–Tiene razón, pero a causa de sus malos pasos todos vamos a pagar las consecuencias. 

–Y qué le vamos a hacer.  Todos tenemos parte de culpa.  Debimos frenarlo cuando aún era tiempo. Si supiera la cantidad de veces que fui con el jefe municipal a decirle “Coronel, es mejor que encierren al Juanito”. Ese abusivo se reía de mí.  Arrepentido ha de estar ahora con lo que pasó.

En la mesa de la amplia cocina, se ve una bandeja con lustrosos chiles pimientos, una olla repleta de carne molida, mezclada con zanahorias y papas y varias docenas de huevos. En el otro extremo, el fuego de los leños danza al ritmo de las corrientes de aire que penetran por el ventanal. Sin embargo, Eulalia y Rosenda, están más interesadas en comentar el suceso que conmueve al pueblo que en terminar de preparar la comida.

– ¿Cree que lo dejarán preso por lo que hizo?

–Dios la oiga. Tal vez hoy no logró su objetivo, pero la próxima vez no fallará.

– ¡Ave María purísima! ¿Sabe que a mí, el Juanito me da lástima. Parece alma en pena vagando por las calles. A veces me dan ganas de llevármelo para la casa, lo que necesita es alguien que le de su comidita, lo mantenga limpito y lo apapache. ¿Ha visto sus ojitos? Son puros de niño dios, ¿y la boquita? Esos labios dan ganas de comérselos.

–Cuidado comadre.  Dios nos libre y usted acaba enredada con ese muchachito.

– ¿Cómo va a creer?  Si hasta mi hijo podría ser.

–Cuidado comadre, conmigo no se haga la santita. Luego de quince años de viudez no va a negarme que a veces el cuerpo necesita algo que la llene.

– ¡Comadre!

–No se sulfure. Se lo digo porque usted todavía se ve galana. Dicen que los años afectan menos a las que no han vivido con un hombre que las esté jodiendo.

–Dios se lo pague comadre, hoy si que me hizo el día. A usted no se le escapa nada. Le confieso que a veces me agarran unas calenturas… Cuando sucede, recuerdo el juramento que le hice al Esteban antes de entregarlo a la madre tierra, “mi canche, juro que te seré fiel hasta la muerte”, me echo varios guacalazos de agua helada y me pongo a rezar el rosario, le pido al Señor que me dé fuerzas para resistir a las tentaciones. Si  no es suficiente, me encierro en el cuarto, cierro los ojos y me sobo hasta que me viene el alivio.

Eulalia abre los ojos asombrada, tose varias veces y agita las manos como queriendo ahuyentar una invisible plaga de mosquitos.

– ¿Sabe qué? Paremos de tantos detalles. Mejor nos apuramos. ¿Ya vio qué hora es? Apenas llevamos una docena de chiles… a ese paso nunca vamos a terminar.

II

En el techo de una improvisada oficina en el húmedo sótano del palacio municipal, pende un bombillo presa de constantes desvanecimientos.  Sobre el viejo escritorio se ven dos botellas de aguardiente vacías. El cadencioso tictac de un reloj acompaña la agitada respiración del hombre moreno, fornido y de fría mirada, que sentado en una ruidosa silla no para de sudar a mares. Es Albino Zelaya, jefe de seguridad de la presidencia, quien rumia su preocupación.

Lo que sucedió va a costarme la cabeza.  Llevamos ocho años cuidando al general y el sistema jamás había fallado. Hice el recorrido dos días antes, pregunté a lo sinformantes si se sabía de algún peligro, coloqué hombres en puntos estratégicos. ¡Y esta mierda se cagó en todo! Lo peor es que apenas agarramos a un patojo, un cómplice o encubridor, el mero ejecutor se escapó. Quería darle una paliza a ese tal Juanito para ver si confesaba, pero algo me detuvo. Tal vez fueron sus ojos, como de venado asustado, que no apartaba de mí o porque al verlo tan enclenque, temí que con el primer golpe se iba al otro mundo. 

El general no ha querido darme audiencia, es mala señal. Solo la Andrea y el Haroldo han estado con él. Esa maldita colombiana alborota las hormonas de todos. Se ha hueveado un dineral, pero nadie se mete con ella porque es la querida del general. Solo que él ignora que a otros también les da el chiquito. En el caso de Haroldo, es al único al que le temo. Ninguna decisión importante se toma sin su consentimiento y no tiene escrúpulos para despacharse a los que se oponen a sus planes.  

Me costó aguantarme las carcajadas cuando el general rodó por el suelo.  Menos mal que nadie se dio cuenta. Al ver su cara ensangrentada, pensé que le habían volado los sesos, solo se había reventado la trompa al caer. Lo encontré tirado en el suelo y no paraba de temblar. Aproveché ese momento para desquitarme de las veces que me ha humillado en público. Le zampé un par de cachimbazos y le dije “tranquilizate hijo de puta”. Ojalá lo haya olvidado, porque si no, me llevó la chingada.  Apenas llegó el Haroldo, lo cubrieron con mantas y lo metieron a la limosina. 

No sé que hacer. Si digo que Juanito es el responsable, me tildarán de estúpido. Lo agarramos porque unas mujeres del pueblo lo acusaron. Solo logramos sacarle una palabra: Duque. Ni idea tenemos de lo que significa. 

La puerta, al abrirse, le provocó un sobresalto.

–Mi comandante.  Lamento informarle que el reo se nos fue.

III

El desasosiego se dibujaba en el rostro de aquella hermosa mujer, de ojos violáceos, nacarada piel y voluptuosas formas, apenas cubiertas por una traslúcida bata.

Al principio, cuando dijeron que había muerto, sentí un gran alivio. Solo así podré librarme de él. Al rato me preocupé, porque estoy segura que cuando él desaparezca, todos los que me odian buscarán desquitarse.  

Caminó con la gracia de una pantera hasta el balcón y observó el lugar del atentado. Algunas personas seguían comentando el suceso.

Mi única salvación sería que Peláez fuera su sucesor, aunque con él tengo dos problemas. Está casado y es un completo idiota.  Con el primero puedo lidiar. En cuanto a lo otro, llegó a comandante del ejército, porque a Federico no le gusta tener a gente inteligente cerca. Lo más seguro es, que si Federico desaparece, el repugnante Saldaña tomará el poder. ¡Ni en la peor de mis pesadillas me acostaría con él. A menos que me dieran el oro que guardan en el Banco Central.  ¡Ay no!  ¡Qué asco!

IV

Haroldo Saldaña, el Secretario de Seguridad del Gobierno, protegía sus ojos con unos lentes redondos y de gruesa armazón, vestía un ajado traje negro y caminaba como fiera enjaulada en una habitación cercana a la de Andrea.

¿Convendrá seguir con el cuento del atentado?  En su momento pensé que era una buena opción para ganar tiempo, ahora tendré que pensar en otras. No quiero involucrar a los subversivos, sería hacerles propaganda gratis. ¿Estará Peláez detrás de esto? Lo dudo. Ese gordinflón es un grandísimo idiota, le faltan huevos para algo así. A menos que alguien lo hubiera convencido de hacerlo para alcanzar el poder y solo una persona podría haberlo hecho… ¡Andrea! ¡Puta maldita! Hace tiempo debió desaparecer de mi vista, no quise quitarla del camino porque el general está embobado con ella.  La desgraciada, con tal de asegurar su posición, se ha acostado con todos… menos conmigo.  A mí solo me entrega su indiferencia. No imagina que podría regalarle la luna y las estrellas a cambio de unas migajas de su amor. ¡La odio! Algún día descubrirá lo que estaba cultivando con sus desprecios. Cuando no tenga la protección del general y venga de rodillas implorando misericordia, la obligaré a besarme los pies, luego me daré el placer de estrangularla con mis manos. Se despedirá de este mundo llevándose grabada la imagen del que realmente mandaba aquí, arrepentida de haberme tratado así.    

Sus reflexiones se vieron interrumpidas por voces y carreras en la calle.  Al abrir el balcón, vio que mucha gente se dirigía a la cárcel.

V

–Miren muchá, si es una broma les prometo que van a arrepentirse.

–Te juro Gato que es cierto. Adán, uno de los nuestros, estaba visitando a su familia y fue testigo del asunto.

– ¿Y por qué ningún medio ha dado la noticia?

–Sabés que el gobierno los tiene controlados.

–Decile a ese Adán que venga.

Casi de inmediato un jovencito, que no aparentaba más de diecisiete años y cuyo esquelético cuerpo era absorbido por la inmensidad del uniforme, se asomó a la puerta.

–Ordene comandante.

–Compañero, cuénteme qué pasó con el general.

–Sí señor. Como estaba de franco decidí visitar a mis padres justo en el día cuando el señor presidente… perdón señor, el odiado dictador, pasaría por el pueblo. Para serle sincero, no vi el accidente. Solo sé que se cayó de la moto cuando estaba atravesando el parque. Lo levantaron medio inconsciente, con la cara toda ensangrentada y de inmediato lo llevaron al hospital.  Entiendo que aún sigue allí.

– ¿Sabe si tomaron alguna represalia en contra de la población?

–No señor.  Aunque dicen que capturaron a un sospechoso.

–Gracias compañero.  Puede retirarse.

– ¡A la orden mi comandante!

El otrora capitán de infantería, Augusto Escudero, encendió un cigarrillo.  Reflexionó unos minutos y llamó a los miembros de su estado mayor.

–He decidido emitir un comunicado haciéndonos responsables por el atentado contra el dictador.

– ¿Te has vuelto loco?  Ni siquiera sabemos si en realidad fue un atentado.  En cuanto lo hagamos, el ejército lanzará una ofensiva contra nosotros para lavarse la cara.

–Precisamente eso es lo que estoy buscando.

Los demás le miraron asombrados. 

–Levantaremos el campamento de inmediato, antes del amanecer estaremos al otro lado de la frontera.  Cuando el ejército ataque, ni sombras encontrarán de nosotros.

–Si hacemos eso matarán a la gente que vive acá…  Masacrarán muchos inocentes…

–Es una lástima, pero así son las cosas. El fuego de la revolución se alimenta con las víctimas de la represión. En su sangre, sangre de mártires, mojaremos los estandartes de nuestra lucha.  Estoy seguro que, si el ejército ataca, terminará con las dudas de los demás pueblos y se nos unirán. Cuando triunfemos, levantaremos un santuario para recordar el sacrificio de nuestros amados compañeros.

El comandante se puso de pie y comenzó a preparar su armamento.

–Queda poco tiempo. Quiero que partamos en media hora. Voy a dictar el boletín.  Búsquenme a Arturo.

A los pocos minutos un guerrillero, que fácilmente pudiera haber sido confundido con un sacerdote, asomó la cabeza.

– ¿Me llamaste Gato?

–Sí vos, por favor tomá nota: 

“El heroico frente guerrillero Ernesto Guevara a los compañeros proletarios del mundo orgullosamente informa que, luego de una ardua tarea de inteligencia logró infiltrar los organismos de seguridad de la tiranía y montó un operativo de justicia revolucionaria contra el dictador, el cual fue consumado hoy…”

Al amanecer la columna se alejaba rumbo a México. Al anochecer solo quedaban restos quemados de aquel pueblo.

VI

Se nos ordenó mantener vigilancia permanente sobre el prisionero para evitar un bochorno. En cuanto Albino se entere, pagaré el descuido con mi pellejo.

El alcaide abrió la puerta del pequeño despacho y se dirigió a las celdas. O el pueblo era muy pequeño, o las noticias corrían muy rápido.

En su camino se encontró con Albino y con el padre Granados, párroco del pueblo. Al llegar ante las celdas, los guardias les franquearon el paso.  Las sorprendidas miradas de los tres se dirigieron al piso del lugar.  El sacerdote se persignó y comenzó una oración.

VII

Dos meses después

–Lo siento mi coronel pero esto se ha vuelto insoportable.  Vengo a presentarle mi renuncia, estoy a punto de volverme loco. Con la de anoche van tres veces. La primera vez callé porque estaba tomado y pensé que había sido fruto de mi imaginación.  La segunda estaba reponiéndome de una gripe y como todavía tenía mucha fiebre, pensé que había sido una alucinación, pero anoche estaba completamente sobrio y completamente sano.

El jefe municipal, un hombre en cuyo pálido semblante estaban grabados los excesos de más de cuatro décadas, echó la silla hacia atrás y colocando las manos sobre la barriga, esbozó una sonrisa burlona.

–Cálmese Eliseo.  Cuénteme lo que pasó.

–Disculpe señor pero no me atrevo a hacerlo. Solo de recordarlo se me pone la piel de gallina. Allí sucede algo sobrenatural.  Le suplico que me deje largarme. 

– ¡No me diga que usted también cree en ese cuento del Juanito y su perro!

Los ojos del guardián del parque parecían a punto de escapar de sus órbitas. Se puso de pie, tomó el sombrero y se abalanzó contra la puerta.

– ¡Me voy!  ¡Este pueblo está maldito!

– ¡Eliseo!  ¡Eliseo deténgase!  ¡Es una orden!

El aterrorizado hombre salió corriendo del despacho. Segundos después se escuchó un chirrido de frenos, un golpe seco y un inconfundible grito de agonía. 

VIII

El atentado y sus secuelas

Todos los días Juanito el simple paseaba por el parque. Las chismosas del pueblo sonreían nerviosas al ver al “loquito” arrastrando una raída correa. Juanito trataba de explicarles, en su indescifrable lenguaje, que estaba paseando a Duque, su perro invisible.

Aquel día todos comentaban con emoción el gran suceso ¡El presidente pasaría por allí en su visita al Santuario de la Virgen Negra! 

Por fin llegó el día esperado.

Era una mañana soleada y los vecinos esperaban en las aceras para vitorear el paso del “protector de la patria”. El general atravesaba la calle que dividía el parque cuando perdió el control de su Harley y rodó por el suelo. Parecía un accidente, pero un rumor comenzó a cobrar fuerza: ¡Había sido un atentado!  Las chismosas del pueblo fueron con el jefe de seguridad a señalar al responsable: Juanito. 

El Juanito, descalzo, mugriento, con su eterna sonrisa desdentada y sus agujereados pantalones que le llegaban a los tobillos, paseaba por el parque arrastrando su correa, cuando dos malencarados policías lo detuvieron. Fue a dar a la cárcel acusado de atentar contra la vida del presidente. Su estadía en prisión no pasó de una noche. Al siguiente amanecer los guardias encontraron su cuerpo frío, tieso, acurrucado en una esquina de la celda.  

Algo inexplicable ocurre, desde entonces, en aquel poblado de sinuosas callejuelas y casas de adobe y teja que reposa al pie de dos majestuosos volcanes: Cada vez que un aterrado vecino asegura que ha visto a una figura espectral paseándose por los senderos del parque acompañado de un enorme perro blanco… A los pocos días fallece una de las chismosas del pueblo.

sábado, 21 de mayo de 2016

AMNESIA


24 de enero Despertaste en este lugar, oscuro y húmedo, no recuerdas quién eres,  que has hecho hasta ahora, cómo llegaste acá. ni siquiera reconoces tu cuerpo. Te sientes pequeño, solo, indefenso.

Comentan los medios:

Las estadísticas muestran que el número de secuestros va en aumento. Los esfuerzos por desarticular a las bandas, son desalentadores.  El Ministro de Gobernación indicó que no cuentan con los recursos para lograr los resultados que la población exige. El director de la Policía Nacional agregó que la falta de colaboración de las familias de los plagiados, dificulta resolver los casos. Los jueces reciben presiones y amenazas para que liberen a los sindicados de secuestro. Una agencia privada de investigación reveló que las autoridades cuentan con evidencias concretas de la estructura y modo de operación de las bandas, pero se ignora por que no actúan contra ellos. El país ocupa el segundo lugar a nivel mundial en número de secuestros. Las cárceles no ofrecen seguridad, el año pasado se fugaron varios individuos condenados por secuestradores. Muchas víctimas de secuestro no se presentan a declarar en los juicios. Un siquiatra indicó que es para no revivir los traumas del cautiverio y para evitar represalias. La última encuesta sobre problemas nacionales colocó la falta de seguridad, por encima de los asuntos económicos, de salud o educación.”

24  de febrero Los días transcurren, pasas la mayor parte del tiempo durmiendo, a veces escuchas voces, pero no reconoces las palabras. Te sientes muy débil, tu único objetivo es sobrevivir.

Comentan los expertos:

Las bandas de secuestradores se organizan en células independientes, nadie conoce a todos los miembros de la organización.  Generalmente un grupo investiga a la víctima potencial, sus rutinas, sus medios económicos. Otros conforman el comando que se encargará de su captura, está el grupo que lo custodiará y los negociadores.  Las bandas mejor organizadas, cuentan con otros elementos de apoyo que proporcionan vehículos, armas y en algunos casos, uniformes, También cuentan con infiltrados en la Policía, el Ministerio Público y los Bancos. Toda la organización responde a un líder, nadie lo conoce, pero sus órdenes se siguen al pie de la letra.  Ningún movimiento se da sin que él lo apruebe. El líder decide en qué momento se cierra la negociación del rescate, cómo se distribuye el dinero obtenido y aquellos casos cuando la víctima es eliminada. Los líderes seidentifican con grados militares: el Comandante, el Mayor, el Coronel, lo que no significa que hayan pasado por el ejército.  La disciplina dentro de la banda es total, las faltas que ponen en peligro a la seguridad del grupo, se castigan con la muerte.  Los contactos con la víctima se mantienen al mínimo para eliminar la posibilidad de identificación, incluso la voz se disfraza. Existe una infraestructura logística detrás de la operación. Los sitios de reclusión se construyen en lugares en donde pasen desapercibidos, se busca que tengan varias rutas de escape. Muchas veces, al secuestrado lo tienen en oscuros subterráneos con accesos disimulados. Se ha sabido que algunas bandas, para controlar mejor a sus víctimas, les dan sedantes en la comida.

24  de marzo Gradualmente te vas acostumbrado al lugar, a su oscuridad y su  silencio, a tu soledad y tu silencio. Sin embargo, tu cerebro ha comenzado a activarse.  Una de tus distracciones favoritas es tratar de adivinar qué pasa afuera, sin embargo cuentas con pocos indicios.  Como tus recuerdos son muy vagos, ignoras si estás mejor o peor que antes; vas acumulando muchas preguntas sin respuesta ¿por qué estás aquí?  ¿Por qué la soledad y el silencio?  ¿Pasarás así el resto de tu vida?

Comentan los expertos:

El tiempo promedio del cautiverio es de cuarenta días, todo depende de la fluidez en la negociación. Normalmente, el contacto inicial con la familia se realiza dentro de las veinticuatro horas siguientes. En esta primera llamada, el negociador  proporciona un seudónimo de identificación. Es una comunicación corta, concreta e intimidante. Se les amenaza con eliminar al secuestrado si no cumplen las condiciones o si se avisa a la policía y fijan la fecha y hora de la siguiente llamada. La negociación es una guerra sicológica. Los secuestradores no llaman a las horas pactadas para crear ansiedad en la familia. Piden sumas irracionalmente altas y amenazan constantemente con ajusticiar a la víctima.  La contraparte debe mantener la calma, no perder de vista el objetivo final: la liberación del secuestrado sin que sufra daños físicos. Lo recomendable es dejar la negociación en manos de expertos. Existen grupos especializados en esos procesos. Estos grupos conocen la manera de operación de las diferentes bandas, el método del secuestro y de la reclusión de la víctima, la voz y el estilo del negociador, si son de los grupos que mutilan a sus víctimas para forzar el pago, etc. Se recomienda que, en cada conversación, se exija una prueba de vida.  Contrario a lo que pudiera pensarse, las fotos y las cintas grabadas, no son concluyentes. Deben ir acompañadas de respuestas a preguntas personales concretas y sorpresivas, eso obliga a los secuestradores a conservar al secuestrado con vida y en uso de sus facultades.  Se ha sabido de casos en los que, ya sea por la violencia del secuestro o por el shock emocional que esto causa, la víctima pierde la memoria, lo que puede complicar la negociación. El tiempo corre en contra de los secuestradores y ellos lo saben. Si el proceso se prolonga demasiado, no dudan en eliminar a la víctima y ejecutar otro secuestro.

24  de abril Decubriste que el control de tu mente es la clave para sobrevivir en esta situación.  Pero, en qué puedes concentrar tus pensamientos, si los recuerdos fueron borrados de tu memoria.  Al no haber nada externo que te de una clave, inicias el proceso de buscar las respuestas dentro de ti.

Comentan los sicólogos:

No todos se sobreponen a la experiencia del secuestro de la misma manera. Estudios sobre el comportamiento de los sobrevivientes en los campos de concentración nazis, concluyen que la clave para no sucumbir al trauma de años de reclusión y vejaciones, está en controlar los pensamientos negativos, en buscar una razón para la existencia. Una manera de lograrlo es, visualizarse fuera de su prisión, revivir momentos agradables, hacer planes para el futuro. Varios sobrevivientes ejecutaron con éxito los planes que desarrollaron durante su cautiverio. Cuentan lo difícil que era enfrentarse a las tácticas de los captores, quienes intentaban destruir la moral de sus víctimas, haciéndoles creer que a nadie le importaba su suerte, que hasta su Dios los había abandonado. Como no hay manera de establecer comunicación con el exterior, el prisionero solo puede recurrir a la fuerza de su fe.

24  de mayo Continuas vivo, alguien cuida de ti.  A través de las paredes has escuchado su voz. Hay algo en su tono que te da la seguridad de que, estando ella presente, no te harán daño.

Comentan los expertos:

En muchos casos, las bandas son grupos familiares. Las mujeres realizan las labores domésticas tradicionales, aunque a menudo se les asignan otros roles, sirven de correos, proporcionan la pantalla para cubrir los movimientos de la banda, inlcuso participan en actividades operativas. Se conocen al menos dos casos, en que el jefe de la banda era una mujer. Eso confirma que, hasta en el crimen organizado, las mujeres están tomando posiciones de liderazgo.

24  de junio No todo es tan malo. Sigues vivo. Contrario a lo que pudiera pensarse, te sientes cada vez más fuerte. Para ser sincero, acá no has tenido experiencias desagradables. Te da la impresión que allá afuera, las cosas son más complicadas. Comienzas a sentir un vínculo especial con quien te cuida.

Comentan los expertos:

El Síndrome de Estocolmo es algo que las víctimas de secuestro desarrollan con sus captores, los sentimientos se transforman, se crean lazos de amistad, el secuestrado llega a simpatizar con las razones que mueven a los secuestradores. Son casos difíciles de manejar. Luego de la liberación, el secuestrado debe pasar por un proceso de desprogramación, a menudo con resultados negativos. Hay casos en los que las víctimas muestran un convencimiento cercano al fanatismo, para defender sus recién adquiridas ideas. Una persona así, es un pésimo testigo cuando se busca la condena de los secuestradores.

24  de julio  La ausencia de recuerdos o contactos y la búsqueda de respuestas en tu interior, te llevan a concluir que todo responde a cierto orden y que el mismo debe respetarse.  En algún momento pensaste en usar la fuerza para acelerar tu salida, luego concluiste que ese no es el camino, que la violencia solo engendra violencia. Entonces, una inmensa sensación de paz inundó tu ser.

Artículo encontrado en Google:

Extracto de un manuscrito, de la Edad Media, recién descubierto:
Hace mil años se dijo que si un hombre tuviera la fe del tamaño de un grano de mostaza, podría mover montañas. Eso no se logra con la fuerza o el poder. El hombre debe abandonar su orgullo y ponerse en manos del Supremo Creador. Que su vida sea una prueba de aquella oración “hágase Tu voluntad”, así las infinitas fuerzas del universo se concentrarán en su favor y los imposibles se harán realidad.

La fe y el egoísmo, son como el agua y el aceite, no pueden mezclarse.  Todos pertenecemos a una humanidad, tenemos el mismo Padre. Este Padre, nos ama a todos por igual. Lo que damos, será lo que recibiremos. La energía positiva circula, se potencia. Cada uno recibe más de lo que dio. Los recursos del universo están a nuestra disposición, si los empleamos para el bien hacer. 

24  de agosto

Comentan los medios:

Ayer se llevó a cabo un operativo para desarticular varias bandas de secuestradores.  Gracias a las labores de inteligencia, se ubicaron cuatro de las gavillas más peligrosas y en una acción sorpresiva, se logró la captura de treinta y dos sospechosos y se incautó una gran cantidad de evidencia (fotografías, grabaciones, cuentas bancarias, armas, uniformes, etc.), que servirán para lograr su condena.  El Ministro de Gobernación, y la Fiscal General, convocaron a una conferencia de prensa en donde dieron detalles del operativo. También informaron que, al tomar por asalto una de los refugios, los delincuentes al verse perdidos, se inmolaron con varias cargas explosivas.  Además de los cadáveres de cinco secuestradores, se localizaron los cadáveres de un profesional y de un niño, que permanecían secuestrados. 

Comentan los expertos:

Aunque  esta operación fue exitosa, no se desarticularon las bandas, varios de los jefes lograron escapar, hay otros secuestrados y se teme por sus  vidas.

24  de septiembre 

Un destello súbito  invade el recinto en que te encuentras y recibes este mensaje.  

Que todos tienen una misión que cumplir y por eso se les envía, que algunos al salir, la olvidan y pasan ese breve intervalo del viaje, sin aportar nada a la evolución humana. Por eso, deberán volver y volver, hasta que lleven a cabo su misión.  Que ha llegado tu turno. Se te pide obedecer la ley universal del amor, la manifestación más pura de la presencia de Dios.  Que Dios no está en un ritual, un libro o un lugar, Dios es todo, está en todo y dentro de todos.  Que al crearnos, nos dio la libertad de elegir, pero que cada uno decide si sigue el camino correcto y debe hacerse responsable de su decisión.

Que el hombre, en su pretensión de convertirse en Dios, está destruyendo el lugar que Él nos dio para vivir en armonía, que la intolerancia humana ha bañado la tierra con la sangre de aquellos hermanos cuya única falta ha sido que piensan diferente.  Pero que Dios, en cada amanecer, nos da una nueva oportunidad de reencontrarnos con Él.  Que hay muchos caminos para llegar a Él, que a todos nos toca el peregrinaje, algunos caminos son tortuosos y  arduos,  pero todos comparten un solo y glorioso destino final.  
Que tu alma necesitaba volver a cobijarse en algo puro e inocente, como un niño, para que te recordaran estas verdades.  Que al salir de aquí encontrarás muchos desafíos, te estarán esperando aquellos que olvidaron la misión y que ahora defienden el orden establecido por el egoísmo y el consumismo, ellos usan el poder para aprovecharse de sus hermanos y buscarán ganarte a su causa, porque cada alma que regresa, es una amenaza para el imperio material y egoista que han creado. Que perseveres, que  Dios está contigo, que eres un mensajero de la nueva era con la misión de ayudar a los habitantes del mundo a cambiar.
Ahora estás preparado, todo depende de ti..

24  de octubre

̶ ¿A dónde me llevan? 

Sabes que la hora de abandonar el refugio ha llegado. Cierras los ojos, empuñas las manos, sientes que te ahogas, te empujan por un túnel estrecho, una luz te ciega, escuchas voces alteradas, te golpean. Sabías que el camino sería duro, pero no esperabas que fuera así desde el inicio. Lo único que puedes hacer es llorar.
Tranquilízate, toda transformación, todo cambio, requiere un esfuerzo. Abre los ojos. Esta etapa del viaje ha concluido bien.

̶ Señora, es un hermoso niño, abrácelo por favor.

jueves, 19 de mayo de 2016

BREVE RELATO


BREVE RELATO DE LO QUE PENSÉ CUANDO LLEGUÉ TARDE A LA ESTACIÓN, POR CULPA DE UN TAXISTA DESPISTADO QUE TOMÓ LA RUTA EQUIVOCADA Y VI CÓMO EL ÚLTIMO TREN DE ESE DÍA SE ALEJABA, MIENTRAS MI ESPOSA ME ESPERABA A CUATROCIENTOS KILÓMETROS DE AQUÍ, HABIENDO ESTADO SEPARADOS POR MÁS DE UN MES A CAUSA DE MI TRABAJO, TIEMPO EN EL QUE VENCÍ LAS TENTACIONES DE LA CARNE Y RESPETÉ MI PROMESA DE SERLE FIEL

 

 

¡Maldición!

LOS CONQUISTADORES


Tras cinco semanas de camino, los extenuados miembros del grupo expedicionario se preguntaban, si alguna vez alcanzarían el destino prometido.  Días antes, luego de estar a punto de ser arrastrados por un caudaloso río, decidieron apartarse de sus riveras y se internaron en la que resultó siendo, una interminable cadena de montañas. Habían perdido la cuenta de cuántas cimas habían conquistado, para descubrir que solo era una más en el laberinto en el que estaban atrapados. 

Más que lealtad, era el temor lo que los mantenía unidos. Ninguno deseaba quedarse solo en ese inhóspito territorio y la palabra retorno era algo impensable.  Si la historia hubiera quedado congelada en aquel instante, les hubieran recordado como un anónimo grupo de aventureros, hermanados por la marca de la deshonra, perdidos en la cordillera y que juraron permanecer unidos hasta encontrar fortuna o muerte.

Sosteniéndose a duras penas sobre su montura, cabalgaba el alguna vez favorito de Hernán Cortes, don Jaime de Portocarrero. Tostado por el inclemente sol que cada día los torturaba por más de doce horas. Vestía la que había sido una delicada camisa blanca cuya tela, ahora desgarrada y empapada de sudor, se aferraba a los enjutos músculos de su dueño, como queriendo disuadirle de esa locura.  El otrora pulcro don Jaime tenía el rostro demacrado, las mejillas hundidas, estaba cubierto por una gruesa capa de mugre, sus crecidos cabellos y barbas se veían cenizos de suciedad.  Sin embargo, aún en esa malhadada hora, resaltaba la firmeza de su mirada, que escudriñaba el horizonte con la esperanza de avizorar alguna eventualidad que le permitiera lavar su mancillada reputación.

Tres días de camino los separaban del último lugar en dónde se habían aprovisionado de agua. Las lúgubres resonancias que provocaban las cantimploras, al chocar contra los restos de las armaduras, parecían presagiar un aciago final. Era el catorce de noviembre del año del Señor de mil quinientos veintitrés y aunque ninguno de ellos lo sabía, debajo de esas piedras, que parecían ser lo único que prosperaba en aquellas áridas montañas, se ocultaban abundantes vetas de minerales preciosos, que una vez descubiertas y debidamente explotadas, los convertirían en los hombres más acaudalados que hubiesen pisado América.

A la saga del grupo, trastrabillando, iba Diego Pedroza, un mozo tlascala de apenas quince años. Diego era el único del grupo que no se sentía atado al juramento hecho a don Jaime. Él simplemente seguía a su amo, el padre Francisco, un sacerdote jesuita que acompañaba al grupo de aventureros, imbuido por el deseo de difundir el evangelio entre las tribus que habitaban aquellos territorios.  Diego no pasaría a la historia por las riquezas que llegaría a amasar sino por algo más perdurable. Gracias al padre Francisco, había aprendido a leer y escribir. Sus memorias, preservadas de la censura, escandalizarían a los historiadores al narrar las glorias y desventuras de don Jaime de Portocarrero, en su viaje por las Américas. 

(Según los manuscritos de Diego el ambicioso hidalgo, acompañado por un grupo de conspiradores, había escapado de Tenochtitlán la noche anterior a la fecha fijada para ser ajusticiado por haberlo descubierto negociando, con los herederos de Moctezuma, la entrega de Hernán Cortés, a cambio del tesoro del templo mayor. Cortés ordenó a otro de sus capitanes, don Pedro de Alvarado, que los persiguiera y le trajera la cabeza del conspirador. Al cabo de tres meses, Alvarado regresó con las manos vacías. La última noticia que había tenido de los traidores era que se habían internado en una tierra inhóspita, en donde con seguridad les esperaba una muerte atroz. Cortés ordenó borrar los anales del hecho. Estaba convencido que el olvido sería el menor de los males, para preservar la imagen de los conquistadores ante la Corte de España.)

Al mediodía los hombres de Portocarrero se prepararon para enfrentar la que, intuían, sería su postrer jornada en la tierra. Luego de implorar perdón por sus pecados, recibieron de manos del padre Francisco los fragmentos de la última hostia consagrada y se dispusieron a caminar hasta donde las fuerzas les permitieran. Al caer el sol sacrificaron al caballo de don Jaime y bebieron su sangre. Casi a rastras, alcanzaron una nueva cumbre y fue allí, bajo un manto de rutilantes estrellas, cuando descubrieron el giro que su fortuna acababa de dar. En la ladera de la montaña, frente a ellos, observaron incontables fogatas encendidas sobre el muro que protegía a Ixcolajhi (el hogar de los hijos de dios).  Impresionados, se postraron ante el Altísimo en señal de agradecimiento. 

Ningún expedicionario pegó los ojos aquella noche, imaginando lo que harían con las riquezas que obtendrían al saquear la ciudad.  Al siguiente día discutieron la estrategia para apoderarse de ella. No sólo eran pocos y mal armados, sino que carecían de fuerzas para asaltar la fortaleza. La desesperación aguzó el ingenio de uno de los castellanos, don Rodrigo López.

Por lo que he podido observar, es imposible que en ese lugar existan fuentes de agua. El aprovisionamiento tiene que venir de otro lado. Propongo que lo busquemos.  Si nos apoderamos de él, los venceremos de sed.

Nos planteas algo imposible.  –Le refuto don Alonso de Ojeda.

No nos quedan fuerzas para escalar otra cumbre.

Don Jaime terció en la discusión.

No tenemos alternativa.  Enviaré a Diego a husmear por los alrededores. Si nos confirma lo que supone Rodrigo, echaremos a suertes los nombres de quienes me acompañarán a buscar el nacimiento del agua. Mientras tanto, descansemos. Comamos la carne de mi caballo, eso nos ayudará a recuperar fuerzas.

Días después, bajo el abrasador sol, cuatro figuras trepaban penosamente por los acantilados.  Tras ímprobos esfuerzos localizaron el nacimiento que proveía a la ciudad. Se disponían a acarrear piedras para bloquear el paso del agua, cuando don Jaime propuso. 

Seamos sinceros. No tenemos tiempo para esperar a que esos malditos se rindan de sed.  Defequemos para envenenar las aguas.

Rodrigo cuestionó airadamente la orden.

Jaime, esta sería una infamia mayor que la que empleó Cortés para acabar con los aztecas.  Pongo a Dios por testigo que jamás aceptaré algo así.

Sus protestas fueron acalladas por el acero de don Jaime.  Juan Pereira y Diego Pedroza observaron en silencio la artera acción del señor de Portocarrero. Minutos después, el cuerpo de don Rodrigo era tragado por las diáfanas aguas del nacimiento. La leyenda convirtió, al “desgraciado hidalgo”, en el único héroe ibérico que entregó su vida en la conquista de Ixcolajhi.

Sobrevivieron dos semanas alimentándose de los cultivos que crecían en la ladera trasera que conducía a la ciudad, a diario contaban las fogatas que se encendían para inmolar los cadáveres de las víctimas de la plaga. Cuando las fogatas mermaron, entraron en la ciudad. Pocas almas les salieron al paso, arrastrándose, presas de intensos dolores. Las espadas de los hombres de don Jaime pusieron un rápido fin a sus sufrimientos. La última en morir fue una anciana, que luego de presenciar la conducta de esos barbados cristianos, lanzó una maldición sobre ellos y sus descendientes.

El seis de diciembre, una inmensa pira se elevó hacia el cielo, consumiendo los últimos cadáveres. Ese atardecer, los catorce aventureros, de rodillas y con la cabeza inclinada, escucharon cómo el padre Francisco, asistido por Diego, consagraba la ciudad a Santa Bárbara y nombraba como gobernador del territorio a don Jaime de Portocarrero.  Al momento de repartir los cargos, don Jaime compró el silencio de Pereira nombrándolo alguacil mayor de la nueva provincia. 

Luego de tres años, que cobraron la vida de miles de esclavos capturados en los alrededores, Santa Bárbara había tomado forma. Su fama de recompensar con riquezas a aquellos que asumían el riesgo de asentarse en ese inhóspito territorio, generaba un flujo importante de emigrantes de la península. De pronto, la maldición pareció materializarse. Un brote de fiebre, se coló hasta Santa Bárbara . De nada sirvió la cuarentena o las rogativas y las penitencias que se realizaron. 

Era medianoche y don Jaime, a quien la preocupación no le dejaba dormir, sintió el aguijón del hambre. Como los sirvientes ya se habían acostado, decidió ir a la cocina.  Caminaba en la oscuridad cuando divisó una luz que provenía del establo. Temiendo que estuvieran robando sus caballos, desenvainó la espada, se acercó sigilosamente y espió por una hendidura entre los maderos. 

Los sirvientes que suponía durmiendo estaban al fondo, de rodillas, murmurando extrañas oraciones frente a un ídolo de piedra.  Su celo cristiano le empujaba a interrumpir la ceremonia, pero la lógica y la desesperación le detuvieron. Era incuestionable que, su Dios y su séquito de santos, eran incapaces de detener la peste que se cebaba contra los extranjeros, ya que la mayoría de indígenas parecían inmunes a sus estragos. Apenas conteniendo su asombro, concluyó que tal vez frente a él estaba la explicación a esa aparente inmunidad. Luego de algunos minutos abandonó el lugar tan sigilosamente como había llegado.

Don Jaime, como muchos conquistadores, en tanto conseguía una pareja -digna de su alcurnia- para asegurar su descendencia, saciaba sus necesidades con alguna nativa de las regiones bajo su dominio.  La mañana siguiente, mientras acariciaba el moreno cuerpo de Anunciación, el nombre que el castellano había dado a la joven que gozaba de sus favores, le contó lo que había visto.  Conforme avanzaba en su relato, ella comenzó a temblar, los ojos se le llenaron de lágrimas. Don Jaime trató de calmarla.

No temas. Te doy mi palabra que no les pasará nada.  Sólo dime que estaban haciendo.

Ella respondió con su escaso dominio del idioma.

Patrón. Rama, la madre tierra, está ofendida con los tuyos. Primero profanaron la morada de su hija Ixcalah, nuestra diosa del agua, luego destruyeron el templo de su hijo Rumancaj, el señor del fuego. Ustedes no le han mostrado respeto, ella se cansó de esperar y anunció que va a destruirles.

Don Jaime sonrió.

Por Santiago mujer, no blasfemes. No hay nadie más poderoso que Nuestro Señor Jesucristo. 

Para confirmarlo, esa misma tarde solicitó al padre Francisco que oficiara una misa en el establo. Menos de una semana después, el devoto sacerdote entregaba su alma al señor. 

Al llegar la noche, del día cuando el cuerpo del misionero fue devuelto a la tierra,  don Jaime se unió al grupo de fieles que, cabeza en tierra, rogaban clemencia a Rama. En ese momento, uno de los indígenas cayó a suelo víctima de convulsiones. Con los ojos trabados y la boca llena de espuma, comenzó en pronunciar ininteligibles palabras. Anunciación le tradujo el mensaje.

A la mañana siguiente, don Jaime ordenó que los cadáveres fueran trasladados lejos de la ciudad y quemados de inmediato. Al cabo de una semana, la peste dejó de cobrar víctimas. 

En la mansión del capitán general se construyó un subterráneo, justo debajo del improvisado altar ubicado en el establo. La excavación iba a medias cuando localizaron un nacimiento de agua. Don Jaime lo interpretó como una confirmación de que hacía lo correcto. Rama encontró una nueva morada. Por siglos pasaría allí, recibiendo la secreta veneración de los descendientes del señor de Portocarrero, rodeada de una fuente y de un pebetero siempre encendido, para homenajear a sus hijos. 

miércoles, 18 de mayo de 2016

MALQUERIDO


I

Mis labios jamás pronunciaron la palabra madre, jamás sentí lo que era ser arrullado en sus brazos. La existencia puede ser un efímero lapso, en la mía, una interrogante acapara mis pensamientos desde que tengo conciencia de ser. ¿Por qué a mí?

Desde que tengo conciencia de ser, he estado oculto. Estériles esfuerzos porque para ese hijo de puta, el amo del pueblo, su voluntad es la ley y no tiene escrúpulos para deshacerse de los obstáculos en su camino.

Desde que tengo conciencia de ser, recuerdo a mi madre llorando. Dicen que era la muchacha más linda del pueblo. No entiendo cómo ese bondadoso corazón, que escucho día y noche latir, la dulce joven devota de la Virgen de Lourdes, cayó en brazos de este desgraciado.  

II

A don Ángel Portocarrero le abundaba lo que muchos hombres ambicionan: fortuna y poder. Perdidos en la bruma de sus recuerdos habían quedado los tiempos de su niñez cuando, para sobrevivir a las miserias de su orfandad, incursionaba a escondidas en huertos y graneros ajenos. Con el correr de los tiempos Angelito se volvió un experto para apropiarse de lo ajeno y antes de cumplir veinticinco años, disfrutaba de lo que muchos llaman buena vida, haciendas, mansiones, vehículos de lujo, un sequito de matones que lo protegía. Le gustaba presumir su hombría haciéndose acompañar de llamativas mujeres que traía de la capital. Ninguna muchacha del pueblo llamaba su atención, hasta que notó cómo Lupita, la hija de don Diego, estaba transformándose en una bella mujer. Lupita estudiaba en la capital y había llegado al pueblo a pasar sus vacaciones. Sus hermosos ojos rasgados, nariz respingada, carnosos labios y cuerpo bien formado, despertaron de inmediato la codicia de Ángel. El incómodo pretendiente ignoraba que, a sus diecinueve años, Lupita había pasado por el dolor de perder al dueño de su corazón y que, desde ese momento, solo sentía rechazo a los llamados del amor.  Con un agravante más.

A sus treinta y cinco, Ángel solo podía catalogarse como una burla de la naturaleza con sus cortas piernas, la flácida barriga que casi alcanzaba sus rodillas y la cara, que parecía una máscara mal tallada, con un inmenso labio inferior que casi le ocultaba la barbilla, unos diminutos ojos negros como de rata y una corona de espinosos cabellos.

Sin que nadie pudiera explicárselo, el pretendiente consiguió su objetivo.  La boda se celebró por todo lo alto, aunque era notoria la tristeza que se reflejaba en la cara de la novia.

Antes del año la novedad cedió paso a la variedad y se reinició la exhibición de voluptuosas mujeres venidas de la capital, mientras la señora de Portocarrero permanecía recluida en su casa.

III

A los doce años, Luis Escobar observaba, sin poder hacer nada, cómo su madre desfallecía por los estragos de un cáncer en el estómago. Cierta tarde una de las vecinas, que llevaba un pequeño frasco, llegó a visitarles.

–Ésta es agua de Lourdes.  Recen por un milagro.  –Les dijo.

Luisito se arrodilló frente a la cama, bañado en llanto prometió a Dios y a la Virgen, que les dedicaría su vida a cambio de la salvación de su madre. Luego tomó su inerte cabeza y le hizo beber el líquido. Pocos días más tarde, ante el estupor de los médicos, su madre se recuperó.

Luis estaba en último grado del colegio cuando conoció a Lupita y desde el primer momento, su corazón le indicó que era la elegida. Sin embargo, recordaba la promesa que le ligaba al Señor. Cuando llegó el momento de escoger, transido de dolor, le reveló esa promesa y se marchó al seminario.
Quince años después el obispo, al enterarse de la devoción del joven sacerdote, le envió al Santuario de las Nubes, en donde se veneraba una réplica de la Virgen de Lourdes. Él ignoraba que allí se completaría, lo que había quedado truncado tiempo atrás.

Él no sabía que ella era quien estaba arrodillada en el confesionario. Ella no sabía que él escuchaba el desahogo de su corazón. Pero sus almas, estremecidas de júbilo, se reconocieron de inmediato, fue el renacer de un amor que solo esperaba el regreso de la primavera. Luis se aferraba a una esperanza, que si aquello había ocurrido, era por la voluntad de Dios. Que Él, en su infinita misericordia, le estaba relevando del juramento hecho ante el lecho de su madre.  Miles de veces le suplicó que no regresara con Ángel.  Miles de veces forjaron planes de huir a un lugar remoto, en dónde nadie los conociera.  Pero sus sueños se estrellaban ante una irrefutable realidad. Ella no podía escapar de su marido, él tenía a su padre de rehén.

IV

Los compinches de Ángel temblaban cuando él se levantaba de mal humor. Él culpaba a la pesadilla, pero nunca entraba en detalles.

Las manzanas del huerto de don Diego eran famosas en la comarca. Angelito, sin dinero para comprarlas, era uno de sus mayores consumidores. Don Diego, buscando cómo detener a los depredadores, adquirió un feroz perro. Una mañana Ángel, como de costumbre, saltó la cerca para disfrutar de los deliciosos frutos. Tan entretenido estaba, que no sintió al animal. La dentellada le acertó justo entre las piernas y a pesar del esfuerzo de los médicos, no hubo forma de restituirle su mutilada masculinidad.

De manera que las prostitutas de lujo y el matrimonio eran pura pantalla. Ángel, impotente, ocultaba su humillante castración, tras una fachada de violento machismo.

Se casó con Lupita por venganza. Juró hacerla infeliz para cobrarse la deuda que, según él, don Diego le tenía.  Entonces, si su incapacidad de poseer a una mujer, era el secreto más comentado del pueblo… ¿Cómo aceptarían los vecinos el milagro de su mujer encinta? Lupita fue juzgada y sentenciada, antes que evidenciara su estado.

Por eso mis labios nunca pronunciaron la palabra madre y nunca sentí lo que era ser arrullado entre sus brazos. Por eso solo llegue a tomar conciencia de ser. En una fría noche mi padre, o al menos el que legalmente debió serlo, puso fin a esta historia. Solo eso se le ocurrió para preservar su reputación.

viernes, 13 de mayo de 2016

EL PARAÍSO II


Apenas el Chintío se rinde al sueño, te escabulles de la prisión a la que llamas tu casa y te sientas sobre una piedra en la desalineada vereda, la calle principal del asentamiento. Pasarás horas allí, saturándote de polvo y sol, sudando a mares, impregnándote con el aroma de los drenajes que corren a flor de tierra. Disfrutas viendo que tienes poder, tu presencia eriza la piel, la gente pasa presurosa con el terror reflejado en sus caras.

Bienvenidos al Paraíso II.

Al despuntar el día, la gente lucha por conseguir un transporte que los lleve a sus trabajos. Al caer la noche, cuando regresan, desearían tener alas para cobijarse sin demora en sus covachas. En el Paraíso II no hay energía eléctrica. Aquí, ni los perros se animan a salir de noche por las zigzagueantes callejuelas del asentamiento. Dentro de las covachas, construidas con paredes de cartón y techos de lámina, las mujeres y los niños rezan en silencio, mientras afuera se escuchan las detonaciones y los lamentos, que brotan de las tinieblas que envuelven a esta tierra de nadie. A la mañana siguiente encontrarán pozas de sangre, decenas de cascabillos regados por los suelos, a veces un zapato olvidado, pero jamás un cadáver. Las clicas respetan el ritual de recoger a los suyos, antes que los primeros rayos del sol profanen sus restos.

El Paraíso II es morada de aquellos que entran y salen del mundo escapando a las estadísticas oficiales, albergue y sepultura de los que no figuran en noticieros o en los partes policiacos. Aquí naciste, y conforme a la inexorable ley que rige la existencia de aquellos como tú, aquí has de morir. En tanto llega esa inevitable hora, construiste una covacha en el área que controlan los hommies del Barrio. Si supieras escribir, habrías colgado en la entrada un rótulo que dijera “Bienvenidos al nido de amor del Chinto y la Biutiful”, tus habilidades apenas alcanzaron para un corazón negro atravesado por una flecha roja. Vives con otros miembros de la clica, aunque estás retirado. Les juraste que tu salida era temporal, porque una vez se ingresa a la cicla, ella te poseerá para siempre. No sé qué me sorprendió más, si tu solicitud o la respuesta del Killer, acompañada de esa glacial sonrisa que congela hasta la respiración.

―Está bien Chinto. Merecés un descanso. Cuidá a la Biutiful. Esa mujer vale la pena.

El famoso Killer -hijo negado de un sacerdote, que liberaba el demonio de la lujuria con la humilde mujer que hacía la limpieza y que la echó al enterarse que había fertilizado su semilla- es el líder de la mara. Por cinco años lo acompañaste en sus correrías. Cada noche, en pleno combate por ganar otra cuadra para tu clica, te preguntabas si alcanzarías a ver la luz del día siguiente. Ahora despiertas dando alaridos cuando esas experiencias se liberan en tus pesadillas. La Biutiful te reclama porque el escándalo que armas, espanta al Chintío. Eso que no le cuentas que te has visto, bañado en sangre, con la hoja del cuchillo fulgurando a la luz de las velas, en el inconfesable ritual de la noche de Halloween. No le cuentas que te has visto, pateando un balón con cabello, nariz, boca y un par de cuencas vacías, en dónde alguna vez se alojaron los ojos. No le cuentas lo que ni yo, con mi recorrido, me atrevería a contar…

Ahí viene el Killer con ese caminar desenfadado que identifica a los que deportaron del norte.  Se cree dueño del mundo porque vive de las extorsiones que obtiene en la mitad del lugar. Él también disfruta el temor que despierta en la gente, cómo apartan la vista de las trece lágrimas tatuadas alrededor de sus ojos, recuerdo de las almas que ayudó a salir de este infierno. Bajo la holgada chamarra oculta a su consentida: Una Walther nueve milímetros con munición expansiva. Al verte, levanta la mano con los tres dedos del centro doblados.

―Órale mi Chinto.

Para los hommies no eres Jacinto. Así te conocen los viejos, esa partida de retrógrados que miran con recelo a la Santa Muerte que tienes tatuada en el brazo. En la clica, tu familia forever, juran que ella los protege de balas y puyones. ¿De qué otra manera explicarías que aquel disparo, recibido a quemarropa, no te volara los sesos? ¿Recuerdas? ¡Qué noche!

Huiste de los paramédicos sujetando lo que había quedado del lado izquierdo de tu cara. Escapaste porque sabías, que cuando los policías llegan a los hospitales, desaparecen aquellos heridos que pertenecen a las clicas. Te remendó un hommie, ayudante de sastrería, él pobre hizo sus mejores intentos, pero no logró evitar que te quedara la cicatriz, parecida a una zanja, que atraviesa tu pómulo y que el párpado del ojo izquierdo como una persiana a medio cerrar. ¿Sabías que a partir de aquella noche surgió esa caprichosa atracción que siento por ti?

Iluso. Creíste que al dejar a los hommies no necesitarías más la protección de la Santa. Tres veces al día, frotas tu brazo con un líquido apestoso hasta dejarlo casi en carne viva. Terminas bañado en sudor y maldiciendo:

― ¿Por qué no te borras desgraciada?

¿Imaginas el desaire que sentiría, ella, si te estuviera escuchando?

Lejanos están el Killer y los demás de intuir la verdadera razón de tu salida. Fue porque, antes de que el Chintío naciera, entregaste tu corazón al Señor. Aquel domingo, aquellas palabras que tocaron tu alma y la ardiente mano que se posó en tu frente, cambiarían tu vida. Si a eso se le puede llamar vida. Repasémosla.

Una noche oscura y lluviosa, tenías seis o siete años, la pintarrajeada mujer, que se escurría en estrechos vestidos de amplios escotes y regresaba de madrugada, borracha, apestosa a esencia de macho, no volvió. Eras demasiado pequeño para encontrar al anónimo proveedor de esperma que aportó la otra mitad de tus genes. Uno de tantos XX que ella conoció en “Las Flores”, el bar en donde transaba sus desgastados, manoseados y a menudo moreteados encantos.

Desde aquel día, la calle se convirtió en tu hogar. Sobrevivías recolectando sobras de comida que disputabas a los buitres y perros callejeros, los amos del basurero que satura la ladera opuesta al Paraíso II. Las cicatrices en tus brazos y piernas, atestiguan las épicas batallas que libraste contra el Cadejo, el feroz perro tuerto, líder del lugar, por unas sobras de Pollo Campero o un mendrugo de pan. A menudo, cuando no encontrabas comida, hurgabas entre los desperdicios buscando algo que vender. Tu meta era juntar veinticinco centavos, lo suficiente para una bolsa de pegamento, que funciona mejor que una Big Mac, para adormecer al hambre.

A los diez años descubriste el poder de los hommies. Al principio ni te tomaron en cuenta, sin embargo, tu perseverancia tuvo su recompensa. A los doce aguantaste, como verdadero hombre, la paliza que te dieron, tu inolvidable bautizo en la temida familia de los números. Demostraste tanto coraje que antes de cumplir los quince, te promovieron a la guardia personal del Killer. Parecía que llegarías lejos, pero a los diecisiete dijiste:

―Suficiente, he vivido demasiado. 

Insolente. Si hubieras estudiado la Biblia, sabrías que las palabras tienen poder. Para ese entonces, llevabas un año con la Biutiful, la mujer de tu vida.

No discutiré tus gustos, algo viste en esa prieta, de mirada lasciva y voluptuoso cuerpo, que te enloqueció. Ella también pasó por la clica. Corrijo. Más apropiado es decir que la clica, al pasar por ella, mandó al olvido a la pizpireta adolescente de trece años que hasta ese día era conocida como la Lucky. Esa mujer que, diez años después, estaba harta de saciar las necesidades de un hombre distinto cada noche, harta de ver cómo su juventud se marchitaba en el espejo. Ansiaba tanto que la protegieran, que no le importó empiernarse con un adicto al pegamento, con cara de espanto y siete años menor. La atrajo la valentía que demostraste al deshacerte de ocho rivales dejando un rastro de huesos rotos y puyones. La familia te dio el derecho a llamarla tu mujer. A partir de ese momento, fuiste su único dueño, si llega a faltarte el respeto, puedes matarla sin que nadie te lo reclame.

Cuando te contó que estaba embarazada, la miraste con ojos y boca muy abiertos. Los hommies te tranquilizaron. Aseguraron que ese hijo sería de todos, que ellos lo cuidarían si algo llegaba a pasarte. Sin embargo, para demostrar tu responsibilidad, aquel domingo, con el rostro medio oculto tras una gorra de lana, tenías el morral lleno de billeteras y celulares cuando escuchaste al predicador que cada mes visitaba la Colonia:

“Cristo, a punto de morir en la cruz, perdonó al ladrón que creyó en Él y lo invitó a disfrutar las riquezas de Su Reino. Hermano que has pecado. Tú que estás entre nosotros. Ven y acepta a Tu Salvador. Acércate. Tus faltas serán perdonadas y serás convidado a la mesa del Señor.”

Sin darte cuenta, subiste a la tarima, el predicador se te acercó, puso la mano en tu frente y una descarga te arrojó al suelo.
¡Aleluya! Gritaron los fieles.

―Ay que mula.  ―Dijiste para tus adentros. ―Ojalá que nadie me haya reconocido.

Te escurriste de allí como cucaracha que huye para no ser aplastada. En tu precipitado escape, olvidaste el morral.

Con el paso de los días sufriste una amarga decepción. Aunque lo aceptaste como tu Salvador, nunca llegó la invitación del tal Cristo a disfrutar de su mesa y para aumentar tus desgracias, ahora diferenciabas el bien del mal.

Antes no conocías de escrúpulos. Si necesitabas algo, puyabas al primer fulano que agarrabas desprevenido y le robabas lo que llevara. Ahora sabes que el Señor te observa, que debes amar a tu prójimo como a ti mismo. Antes, cuando no había comida o la indiferencia del mundo te pesaba demasiado, aspirabas pegamento y los sufrimientos desaparecían como por arte de magia. Ahora sabes que tu cuerpo es un templo del Señor, que tú  solo eres su custodio. En su Santo Nombre pones cara de mártir-mal-tallado-en-iglesia-de-pobres, mientras aguantas el ruidoso reclamo de tus tripas. Al no saber cómo salir del atolladero, tomaste una decisión.

Recuperaste la conciencia equilibrándote sobre la baranda del puente que cruza el desfiladero. Te volvió a la realidad una voz que te decía: Chinto, hijo mío. No desperdicies tu vida. Te daré otra oportunidad.
Bajaste temblando. No lo contaste a nadie, pero yo estaba allí por si resbalabas.

Esa voz, hizo nacer en ti el deseo de cambiar. A partir de ese día, no te pierdes los sermones de Josué, el señor gordo y pelón, al que la gente llama el Apóstol. Sus prédicas son como un bálsamo que alivia el dolor de vivir. Qué asombroso es escuchar que, luego de tu paso por la tierra, te espera un Paraíso diferente. Un lugar en donde no volverás a sufrir hambre, frío, tristezas o rechazos. Josué cura paralíticos, expulsa demonios, habla en una extraña lengua con el Jefe de Jefes. Tantas maravillas te han convertido en un hombre de fe. Crees con esa convicción del que nada tiene y por lo tanto nada tiene que perder. Crees con la seguridad que tiene aquel que nunca ha traspasado los linderos de la Paraíso II. Crees con la convicción que brota, como impetuoso torrente, del corazón de un carroñero, analfabeta, que deambula por el basurero. Algunas veces, ante tantos hechos inexplicables, te preguntas “¿Será que estoy vivo o será solo un sueño?” Entonces te miras al espejo, mueves la cabeza y afirmas en silencio “Estoy vivo”.

Sabes que estás vivo, porque el espejo te devuelve la imagen de un joven flaco, de mirada apagada, cabeza al rape y una santa muerte tatuada en el brazo. Sabes que existes porque los hommies te saludan y la gente “decente” te evita. Que eres de carne y hueso porque la Biutiful gime cuando le muerdes laa rosa tatuada en uno de sus pechos mientras la penetras, con un desesperado deseo, en el suelo de la covacha. Además, si no estuvieras vivo, la Biutiful no tendría que matarse trabajando para darte de comer.

El niño acababa de cumplir tres meses cuando la Biutiful te informó que volvería a las sinuosas callejuelas, a orillas del cerro, para conquistar clientes ansiosos de descargar sus deseos, en alguna de las pensiones de mala muerte que abundan allí. Era la única alternativa que les quedaba para no morirse de hambre. Con rabia apenas contenida, te dijo que tendría que volver a prostituirse a causa de la crisis de cristiandad que estaban padeciendo. Porque el padre del niño, entregado a Cristo, no quería robar, ni cobrar extorsiones y la sociedad, entregada a Cristo, al ver su pinta de pandillero temía darle trabajo. Al caer la tarde, esperas que regrese a salvo, confiado en lo que un día te dijo:

―Tranquilo mi flaco Podré entregar a otros mi cuerpo pero jamás mi corazón.

Luego de que la Biutiful se marcha, día tras día, sigues la misma maldita rutina. Levantas al Chintío de la caja de cartón, improvisada como cuna, y sosteniéndolo con un brazo, sales a tirar el periódico embarrado de mierda que le sirvió de colchón. Lo aseas con trapos que humedeces en el barril de agua turbia ubicado al final de la cuadra y si hace buen día, lo sacas a tomar el sol. A plena luz, la duda te lastima más que la herida en el pómulo, porque aunque ella asegura que es tu hijo, que con los clientes siempre lo hace con condón ¿de dónde sacaría el Chintío los ojos color de cielo si los tuyos son oscuros, como era tu alma, antes de entregarla al Salvador? Cuando tocas el tema, ella corta de tajo tus dudas:

― ¿Qué te pasa pedazo de estúpido? ¿No mirás que el muchachito sacó tus orejas?

Es cierto, el chirís las tiene grandes y despegadas. Ojalá que algún día le sirvan para remontarse por los aires y alejarse de aquí. Te consuelas recordando las palabas del Apóstol: que para el Señor todo es posible, que sus designios son inexplicables y que al igual que pasó con un tipo llamado Job, le gusta ponernos trampas para probar nuestra fe.

― ¡Ah que Dios más pícaro!  ―Reflexionas. ―Con razón dicen que fuimos hechos a su imagen y semejanza.

Hablando de pícaros… ¡Allí viene el compadre! Aunque nunca estuvo en la mara, hasta el Killer lo respeta, él les consigue las armas. Dicen que fue kaibil, que tiene contactos con los militares. Obsérvalo, aún conserva la estampa. El pelo al rape, la mirada vigilante, ese cuerpo moreno y musculoso, recuerda a un jaguar al acecho. Se dirige hacia ti. Salúdalo con el debido respeto.

El coraje te invade cuando la luz del sol ilumina tu entendimiento porque ¡El compadre tiene los ojos celestes!

― Cálmate broder. Miles de personas tienen los ojos así.

―Eso será en otro lado, pero no aquí. Acá somos descendientes de indios. Nuestros ojos son oscuros como frijoles. ―Te replicas, controlando a duras penas la rabia.

El compadre te saluda amistoso.

―Compadre, lo andaba buscando. Tengo un trabajito para usted. Había apalabrado a otro socio, pero el pobre sufrió un lamentable accidente y no creo que se reponga.

El piadoso compadre baja los ojos y se persigna. Luego de unos segundos de silencio, con los ojos humedecidos, te explica su plan.

―Se trata de abordar los autobuses que entran al asentamiento. Una vez adentro, contaremos chistes o nos echaremos una canción. La gente prefiere corridos de narcos, apréndase el del Chapo, es el que está de moda. Después, pasaremos por las filas recogiendo lo que nos quieran dar. 

Miras a todos lados, no sabes qué hacer, la tentación es mucha pero…

―Le agradezco que haya pensado en mí. Es cierto que estoy sin plata, pero no quiero caer tan bajo.

El compadre no se da por vencido.

―Si le preocupa que sus conocidos lo vean. ¿Por qué no se disfraza? Un amigo de la Paraiso I hace lo mismo. Cada semana saca suficiente lana para mantener a su familia.

Lana. Siempre te has preguntado por qué al dinero le llaman lana. ¿Será porque con él desaparece el frío de las necesidades? La lana se saca de las ovejas, el macho de las ovejas es el cordero. Tu Salvador es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. Si las ovejas huelen mal, ¿será que el Señor huele mal?

El compadre te mira con esos ojos de asesino desquiciado que hacen temblar hasta al más aguerrido de los hommies. Disimula su impaciencia tarareando: “Mi niña bonita, pedazo de cielo…” De arriba te están enviando otro mensaje. Alzas la cabeza, el cielo está más azul que nunca, ninguna nube lo cubre. Todo se aclara. Ahora que estás cubierto por la sangre de Nuestro Señor, ¿a qué puedes temerle? 

* * * * *

Pasaste días afanado con el disfraz. Ha llegado el momento de ver el resultado de tus esfuerzos. El espejo dice que te ves bien con la cara embadurnada de harina, con esa falsa sonrisa, que alarga la comisura de tus labios pintados de rojo, hasta la punta de las orejas. Te luce la peluca que improvisaste tiñendo con anilina verde aquel trapeador viejo, los pantalones cutos hechos con el mantel a cuadros que la Biutiful consiguió y esas botas cuatro tallas más grandes, uno de tus últimos hallazgos en el basurero. Sonríes pensando que, menos mal, ella no vio cuando las hundías en agua hirviendo para matar a la gusanera que devoraba los restos del propietario anterior.

Al enconrarte con el compadre, te sorprende que no esté disfrazado. Te muerdes los labios para no preguntar. Él te entrega el arma que trae en su morral y te instruye con una voz que no admite reparos.

―Escóndala. La llevamos por si acaso. La gente es egoísta compadre. Se portan indiferentes a las necesidades ajenas. A veces hay que presionar un poco para que colaboren.

Esperan en una esquina con las paredes grafiteadas, el Compadre señala unos símbolos.

―Mire, qué bueno está ese.

“La vida es una barca. Calderón de la mierda.”

Ni idea tienes de lo que dice, pero sonríes mostrando los agujeros en tu carcomida dentadura. El estruendo que provoca un destartalado autobús, que cruza la esquina, suspende la conversación. Su motor sufre un incontenible ataque de asma tras haber subido la cuesta, cada cinco metros lanza apestosos retumbos al tiempo que expulsa una cortina de humo. ¿Será otra señal?
Vuelves a la realidad cuando te sacuden el brazo.

― ¡Compadre! ¿Qué pasa? No se ahueve. ¡Súbase rápido!

Estás sudando. Afuera te espera otro mundo. ¿Será tan hostil como la gente dice? Algo huele mal. Ignoras si es el diésel quemado, la hediondez de los pasajeros, el tufo que emana de tu miedo o que el Cordero está cerca.
Antes de subir la última grada vuelves a preguntarte si deberías estar allí. Es un día hermoso, ideal para sacar al Chintío a asolear. Ojalá que no se despierte. Ojalá regreses antes de que la Biutiful vuelva. Ojalá que ella vuelva, porque dicen que unos desgraciados están matando a las mujeres de la calle.

Se sientan en la primera banca. El bus está casi lleno. El compadre, con una máscara del hombre araña, que ni idea tienes de dónde la sacó, te da un empujón. Se colocan en medio del pasillo, esforzándose por sostener el equilibrio. Él susurra a tus espaldas:

―Apúnteles con el cuete. No se apene, está descargado. Yo me encargo del discurso.

“Damas y caballeros, niños, niñas y etcéteras. Les ruego su atención. Somos Pistolita y Arañita, sus payasos asaltantes. Por favor, sean tan gentiles de entregarnos carteras, celulares, relojes y cualquier joyita que traigan…”

Ni cuenta te diste del fogonazo que salió del fondo. Tus rodillas dejan de sostenerte cuando la bala alcanza tu pecho. En lugar de dolor experimentas la extraña sensación de que te están desconectando, comienza en los brazos, siguen las piernas, antes de que la última neurona apague sus circuitos, recuerdas que en la clica decían: “Sabrás que el momento ha llegado, cuando tu vida desfile ante tus ojos.” Tu caso es patético, apenas procesas borrosas instantáneas: Seres parecidos a renacuajos nadando vigorosamente en un líquido amarillento y espeso; una mujer, que luce ridícula, acomodando sus lonjas en un micro vestido; el Cadejo ahuyentando intrusos en el basurero; el Killer con sus trece lágrimas; la Biutiful con la rosa tatuada en la chiche; los ojos color de cielo del Chintío; el compadre con los mismos pinches ojos; un destartalado autobús, pintado como refresco de naranja; el hombre araña inclinado sobre ti.

Llegó el momento de presentarme.

―Hola Chinto. Me llamaste y aquí estoy. Te advertí que las palabras tienen poder. ¿Cómo es posible que a los diecisiete años, dijeras que habías vivido demasiado? Varias veces te escapaste, yo soy paciente. Sabía que, tarde o temprano, llegaría el día cuando te haría mío.

El Killer se acerca con la humeante Walther dirigida a tus ojos. Al reconocerte, apenas disimula la sorpresa.

― ¡Chinto! Estúpido hijo de puta. ¿Qué hacías disfrazado de payaso y asaltando esta mierda?

Tus ojos están abiertos pero ya no lo miras. El Killer libera la tensión vaciándote el resto del cargador. El chofer detiene el bus. La gente baja presurosa. Un cobarde desquita su rabia lanzándote puntapiés. El riachuelo rojo, que brota de tu cuerpo se desliza por las gradas.

Los pasajeros se han esfumado cuando un policía moreno, panzón y con la camisa empapada de sudor, se acerca caminando con flojera. El Killer, con unos lentes oscuros que ocultan las trece lágrimas y el compadre, que dejó de ser superhéroe, lo saludan.

―Comandante, este sujeto estaba asaltando a los pasajeros. Un desconocido le disparó, luego escapó por la puerta de atrás.

― ¿Alguno de ustedes conocía al occiso?

―Imposible saberlo jefe, mire cómo le desfiguraron la cara.

―Gracias muchachos. Les sugiero que se marchen, para que no los involucren en esto. Vayan con cuidado. Hay mucha gente peligrosa por acá.
Apenas desaparecen de la vista del policía, el Killer saca un billete de a cien y se lo entrega al compadre.
― Gracias broder. Así entenderá, esta partida de cerotes, que nadie puede salirse cuando se le de la gana.

Un par de velas y algunas oraciones, dichas con más prisa que devoción, acompañan el debut y despedida del occiso-payaso que perdió la cabellera en su primer combate.

A media tarde llega el pick-up de la morgue. Antes de meter el cadáver en una oscura bolsa de plástico, enfrentan a una bulliciosa nube de enormes moscas verdes. Minutos después, el pick-up se detiene al otro lado de la colina.

― ¡A la una…a las dos… y a las tres!

La bolsa vuela por los aires. Apenas la bolsa cae al basurero, el Cadejo se acerca y la desgarra. Se detiene un momento, parece sorprendido, olfatea, acerca el ojo bueno y mueve la cola al reconocer a su cena.

* * * * *

Son casi las seis. Una mujer morena, de voluptuoso cuerpo apenas cubierto por un ajustado vestido color rosa, baja de un autobús. Regresa sonriente. Un cliente pagó extra por hacerlo sin condón. El dinero le alcanzó para comprar seis huevos, un cuarto de pollo frito, dos compotas para el Chintío y un par de octavos de licor. Camina contoneando el trasero y equilibrándose sobre unos inmensos tacones. En la tienda de la esquina, el compadre cervecea con el policía que atendió el payasi-cidio. Al verla le lanza su más inspirado piropo.

―Mamita rica, no sea ingrata. Uno muriéndose de hambre y usted exhibiendo ese banquetazo.

Ella se voltea. Levanta el culo y le responde con la mirada revestida de deseo.

― ¡Ay compadre! Ya me puso nerviosa. Si se le ofrece, ya sabe en dónde encontrarme.

Otra perra, solo que esquelética y coja, atraviesa en ese momento la calle. La despistada, mueve la cola, feliz porque lleva en el hocico una improvisada peluca verde manchada de rojo. En un abrir y cerrar de ojos, la felicidad se transforma en un desafinado concierto de aullidos cuando un adolescente, flaco y de pelo al rape, la pasa atropellando. El tipo trastrabilla, cae, se levanta y huye perseguido por unos gritos de mujer.

― ¡Auxilio! Agarren a ese maldito, me robó la cartera.

El policía se seca el sudor y evalúa el escenario con ojos expertos. Le dará un infarto si intenta alcanzar a ese muchacho que corre como gacela y ni pensar en dispararle, le descontarían las balas de su mísero salario. La mujer parece trabajadora de maquila, no es quincena, tampoco fin de mes, en la bolsa llevará pocas cosas de valor. Además, una cerveza vale la pena, cuando es regalada y está bien fría. Con indiferencia empina la botella.

―Salud compadre. Gracias por la invitación. Qué buena se ve esa puta. ¿Ya pasó por sus armas?

―Claro mi comandante. Es la Biutiful. Le voy  dar un tip. Si la ve de buenas, por veinte pesos más, lo hace sin condón.

Tres cervezas después, unos alaridos sobresaltan al vecindario.

* * * * *

Horas antes, cerca del mediodía, la bulliciosa nube de enormes moscas verdes, logró introducirse entre las láminas y atraídas por el olor a mierda, volaron hacia una caja de cartón. Las más atrevidas se posaron sobre unos apagados ojos color de cielo, que habían quedado fijos en el techo.

Bienvenidos al Paraíso II.