El
llanto, menguado, balbuceante, la vuelve a la realidad. Escucha los latidos de
su corazón, inquieto, dudoso. Su cerebro se conecta a la realidad y extiende la
mano. Es un proceso lento, lleno de temores y esperanzas. Así llega a la parte
de la cama que su cuerpo no ha calentado. Las sábanas frías completan el
círculo de su aflicción. En ese momento se pregunta ¿qué estoy sintiendo? La
respuesta es obvia: Soledad.
Lleva
cuarenta años así. Cuarenta años despertándose al escuchar los reclamos de su
bebé. ¿Cómo estará él ahora? Muchas veces lo ha imaginado. Alto, con el cabello
negro y ondulado de su padre, los ojos luminosos del abuelo, la sonrisa
encantadora de la abuela y el buen corazón de su madre. ¿Será ingeniero,
abogado o doctor? ¿Cuántos nietos le habrá dado? Ella siempre quiso una
parejita, tal vez mellizos, como Andrea y Paola, sus hermanas pequeñas que
también se han marchado.
Veinte
minutos después se encuentra en la cocina. El silbido de la jarrilla sobre la
estufa, le avisa que el agua está lista, dentro de poco degustará la primera
taza de café. Le hubiera encantado que Rolandito lo probara como ella le gusta:
fuerte, caliente y sin azúcar.
Se
mete a bañar, la ducha helada le corta el aliento. A ciegas toma la
bola de jabón de coche para lavarse el cabello y usa la misma
espuma para el resto del cuerpo. Con los ojos cerrados se lava las partes
íntimas, los abre hasta que tiene la toalla enrollada que antes, se sostenía en su busto y que ahora, debe sostener con las manos.
Pasa
la mañana llorando, viendo telenovelas, sufriendo las tragedias ajenas que
alivianan el peso de las suyas.
A mediodía prepara un caldo de albóndigas y
como siempre, pone dos lugares en la mesa. Cuando alguna entrometida vecina le
pregunta, ella responde con seguridad.
̶ Nunca
sé cuándo mi hijo pueda venir a almorzar.
Por
la tarde sale a caminar al parque. Solo necesita cruzar la calle para llegar. Una
tarea cada vez más peligrosa pues los carros pasan volando. Menos mal el
policía de tránsito, vestido de verde perico y al que la mayoría de conductores
insulta, la ayuda a realizar el peligroso cruce.
̶ Dios
te bendiga muchacho. ̶ Le
dice ella ,dándole cariñosas palmadas en la cara.
Lleva
consigo la sempiterna bolsa con migas de pan. Los pajarillos la saludan
gorjeando y pronto bajan de los árboles para aprovechar el festín.
Llega
la noche, el acostumbrado café, la telenovela, la copita de vino para consagrar
que la ayudará a conciliar el sueño, la ilusión de volver a escuchar el llanto
de Rolandito. Se mete a la cama vestida con su camisón de manta. Un ligero
estremecimiento recorre, su cada vez más enjuto cuerpo, al sentir el abrazo de
las frías sábanas. Reza una estación del rosario, lanza un suspiro, deja que
los párpados cubran sus cansados ojos y se prepara para seguir borrando
recuerdos de lo que pudo haber sido y no fue.
Tristísimo, cuantos anhelos marchitos.
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